Percibí un leve e intenso olor a flores frescas, abrí los ojos algo azorado, buscando inquieto su procedencia, miré por toda la estancia, aún algo aturdido, fijándome en los detalles de la alcoba, ¿estaba en casa?, pero ¿en qué cama yacía?, ¿en la de Padre y Madre?, no me gustaba. Tenía la extraña sensación, desde niño, que en esta alcoba ocurrían hechos que provocaban el llanto.
Recuerdo que era bien chiquito, Madre estaba muy gorda, de repente mientras movía el pote con el cucharón, empezó a chorrear agua por entre las piernas, dejó el guiso, salió corriendo al huerto en busca de Padre; entró a la casa corriendo, a su habitación; Padre entró en la casa detrás de ella, cogió los aperos para montar al percherón, y salió corriendo en busca de Tía Fulgencia. Cuando llegó Padre con Tía, ésta empezó a mandar como si fuera Madre, no me gustó, pero Tía, hermana de Padre, daba miedo, así que todos hicimos todo sin protestar, incluido Padre. Mientras Tía mandaba poner agua a hervir, buscar sábanas y toallas limpias; Madre gritaba, lloraba, lloraba, chillaba. Padre callaba. Tía decía: - Sara, hija -, -¡empuja!...,-¡respira!-. Fue la primera vez que escuché el nombre de Madre. Madre siempre ha sido Madre. Qué bonito sonaba –‘Saaaaara’ – decía en bajito para no olvidar. Después sobrevino una gran calma ahuyentada por el aguijón de un llanto; días después Madre nos decía que era nuestro hermano.
Esto pasó algunas veces más, dónde cada día soportaba menos los llantos-gritos de Madre. Intuía que Padre tenía algo que ver y por ello me gustaba menos. No me gustaba Padre, si no fuera Padre. Desde que Madre alumbró a dos niños juntos, no ha tenido que entrar corriendo en la habitación nunca más, sin embargo el año pasado la alcoba se tiño de negro, de olor a incienso, de velas encendidas; los gemelos tuvieron fiebres muy altas durante demasiados días, al final, como decían las ancianas, la Señora de la Guadaña vino para cuidarlos para siempre; poco me fiaba yo de esa Señora esquiva a la cual no he visto nunca en casa; pero que por lo visto, nos había visitado algunas veces más.
A la vez que recapacitaba sobre recuerdos vividos a causa de esta alcoba, miré a mi derecha, Madre, compungida, sujetando un paño mojado sobre mi frente, a mi izquierda D. Flavio, el cura; definitivamente, no era buena señal, por que había algo que tenía claro, después de entrar D. Flavio en casa, seguido, viene la Señora de la Guadaña.
A Facundo y a Padre, los veía borrosos a los pies de la cama; susurraban sobre mi accidente; agucé el oído, Facundo le decía a Padre que cuando cayó el jabalí encima de mí clavó el colmillo en la espalda. Miré a Madre, fijando mis ojos sobre los suyos, casi sin voz, le dije: - ‘Saaaaara’ –. Sucedió tan rápido, Sara sin avisar, secó sus lágrimas, echó a D. Flavio, e hizo que Padre y Facundo fueran en busca del médico que me había atendido antes; cerré los ojos relajado, había salido la Señora de la Guadaña de casa para no volver, Sara la había echado a patadas.
No me había dado cuenta del silencio sepulcral que nos rodeaba, hasta que escuché risas, provenientes de la cocina. Mis otros hermanos, atentos, escuchando a Sara como narraba lo que me había pasado; medité, con aplomo, que era poco gracioso lo que me había ocurrido más me gustaba escuchar esa otra señora que se había adueñado de Madre. No pasó mucho tiempo cuando escuché el galope de un caballo junto con el trotar de nuestro percheron, Padre y Facundo a su lomo. El fuerte golpe sobre la puerta de madera más ese olor a flores frescas, me hizo abrir los ojos de forma repentina, buscando al portador de ese dulce aroma, evocaba sus ojos negros como el azabache; su pelo rubio como el sol.
Entró en la alcoba junto a Sara. Cuidadosamente acercó su mano hacía mi cuello extendiendo dos dedos, apoyándolos con delicadeza, mientras miraba su reloj colgado de su chaleco de tres bolsillos. Doctor, le decía ella, al mismo tiempo, que yo observaba, su cara; sus facciones eran suaves, sus mejillas rosas, ese mechón de pelo alborotado en su frente, ese cuello de camisa bien almidonado, ese porte, ese… Pidió a Sara que saliera, necesitaba estar a solas para proceder a un nuevo examen; Sara, en señal de respeto, inclinó la cabeza, acercándose despacio a su oído, le dijó algo que no llegué a escuchar, susurros, mas lo que dijera Madre, le hizo endurecer.
Se quitó la chaqueta colocándola, bien plegada, encima de la mecedora de Madre, retiró la sábana, la manta, la colcha que me cubrían, dejándome desnudo frente a él, a excepción del calzón; deslizó sus manos, sus brazos alrededor de mi torso, dejándome inhalar el perfume de su piel, me colocó boca abajo, retiró el ungüento con olor a menta, limpió la herida con agua fresca, comenzando a inspeccionar la zona con sus manos; ruborizado y dolorido sólo podía gemir de dolor. Sabía que era malo.
En ese instante en el que no sientes, debilitado por el dolor, notaba cuán diferente se mostraba mi cuerpo; cuando obligado por Padre iba a la Tasca Benito, cuando nada más entrar en la taberna apenas iluminada; sin apenas tiempo para aspirar el fuerte olor desprendido por años de poca pulcritud, sintiéndote envuelto por el aroma que surgía de la mezcolanza propia de la comida y el cigarro; llamaba a gritos a Dolores, ‘La Señora’, mientras pedía ‘al Benito’ una jarra del vino provincial. ‘La Dolo’ mandó hacer llegar a unas de sus chicas, una nueva, según escuché decir. Según se iba acercando, observaba a Padre perdido en los cánticos de su cuerpo y sin tiempo para evitar, Padre ya había plantado sus feas, sudorosas y grasientas manos sobre la cintura de la muchacha, atrayéndola hacía él, mirando bizco su abundante escote. La chica miraba desconcertada, asustada mientras, yo, con los ojos clavados en el suelo noté como empezaba a sudar; sabía lo que iba a pasar mas no quería; todos mis hermanos mayores había ido con Padre, a todos ellos le había presentado a una muchacha, a todos ellos los había mandado al cuarto con la muchacha. Todos ellos salieron alegres, exhaustos, dibujados por una sonrisa. Todos ellos regresaron a Tasca Benito.
Padre me advirtió, Padre me amenazó.
Mientras dejaba tras de si a Padre, miraba a mi alrededor sin ver, pero sentía sobre mi cuello las miradas de todos aquellos que incrédulos veían como me alejaba siguiendo las caderas de quien dijó llamarse Juana. Era una chiquita flacucha, de ojos tristes y boca cálida. Subimos hasta el segundo piso, yo caminaba tras ella haciéndose interminable el triste pasillo; pensaba como salir, como engañar para que evitar la amenaza de Padre. No había salida. Debía quedarme, era mi enseñanza antes de cumplir los veinte, antes de recibir el regalo de Madre. Parado, en el quicio de la puerta, sin querer entrar, acorralado, queriendo huir, prohibiéndome llorar, se acercó Juana tirando de mí con suavidad, cerró la puerta, echó la llave; escondiéndola en algún lugar, debía estar avisada, pensé. Ligera, suave, dulce… giró a su izquierda encendiendo el candil, regalando el calor de la débil llama.
Mientras seguía quieto cerca de la puerta, ví como ella se sentaba frente a su tocador, como retiraba las dos peinetas dejando libre su espesa y larga cabellera roja, observé como tomaba el peine acariciando su pelo. Sentí ferozmente su mirada a través del espejo. Se levantó, rondándome despacio, dejando caer al paso, el refajo, el corsé, la liga…Quedándose para mí asombro, vestida sólo con las enaguas. Lánguidamente dejó caer sus manos sobre mis hombros aproximando sus labios a los míos, posándolos con suavidad, haciéndome sentir el calor de un beso, aun apreciando la falta de quien jamás ha sido tocado mi cuerpo no reaccionaba. Me fue desvistiendo, desprendiéndome de todas las prendas que me disfrazaban de hombre, dejándome desnudo. Arrojó sus enaguas al suelo, despojándose de cualquier tela que escondiera su virtud, abrazándome, dejando que sintiera el roce de su cuerpo desnudo sobre el mío, mas mi cuerpo no reaccionaba; sugiriéndome entre susurros que la besara el cuello, tomando mis manos, situándolas donde finaliza la cadera. Debilitado ante ella, queriendo ser, intentando estar, renuncié abrazándola con la fuerza que muestra un niño, llorando, rogándola la gracia que otorga la compasión. Pidiéndola que fuera guardiana de mi desdicha, de mi secreto, suplicándola fuera cómplice de mi engaño. Con la ternura de quien siendo tan joven, ha perdido demasiadas veces, me besó en la mejilla, alejándose de mí, engalanándose nuevamente, saliendo del cuarto. Dejándolo a oscuras.
Sin tiempo para comprender todo lo sucedido escuché el grito de Padre cada vez con mayor fuerza, asustado, temeroso, sin luz; comencé a vestirme, mas, no me dió tiempo, entró sin llamar, acompañado de Dolores, acompañado de Juana. Ante mi asombro, su cara mostraba orgullo, se aproximó a mí, alzó su brazo pasándolo por encima de mis hombros dando una fuerte palmada sobre mi espalda. Después pagó a Dolores. Dolores ya hablaría con Juana.
Aquel día sentí el frío de dos cuerpos desnudos, sin embargo, hoy, cuán diferente se muestra mi cuerpo, no quiero que termine, no quiero que deje de examinarme, de tocarme, de acercarse a mi, de sentirlo; pero a su vez, necesito huir, salir de esta habitación donde todo pasa, donde todo se vuelve gris, no entendiendo mi voluntad, apenas entiendo mi razón. No debía, no debo, no podía, no puedo, y sin embargo, lo anhelo y anhelaré como aquella primera vez que inundó mis sentidos. Esta vez todo mi cuerpo vibraba. Demasiado embriago por él no percibí cuando hubo acabado de pasear sus manos y sus dedos por mi espalda, provocando mi sonrojo, mi sofoco, mi pudor; mirándome, penetrándome, sintiéndome totalmente necesitado de él.
Se retiró, a buscar algo en su maletín, procediendo a ponerme un nuevo unto con olor a lavanda, sujeto alrededor de mi pequeño torso con una venda. Después me obligó a ponerme de pie, fuera de la cama, quería ver si podía andar. Sólo pude tirarme a sus brazos, mareado por él. Me acomodó sobre la cama, cubriéndome con la sábana, la manta y la colcha, regalo de la madre de Sara. Salió cerrando la puerta con sumo cuidado, dejando tras de sí, ese olor a flores frescas, dejando la estancia sólo iluminada por la llama del candil. Dejando con su marcha la triste sentencia de quien ama sin esperanza.
Hundí mi cara sobre la almohada ahogando lo que hubiera sido un grito, llorando lleno de vergüenza, contrariado ante mis sentimientos, me quedé dormido. Demasiadas emociones para ese 16 de Noviembre, año de nuestro Señor de 1930. Bien sabía que poco me gustaban los días de caza.
La Bruja
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