A través de las oscuras cortinas, se filtró un pujante destello. Abrí lentamente los ojos, no quería ser golpeado por el fuerte chorro de luz; cambié de posición en la cama, colocándome hacía el lado derecho, entonces, vi a Madre, sentada en su mecedora, cubriéndose con una manta hecha de retales; sobre sus hombros, su incasable toquilla negra; su pelo recogido en un moño bajo, distinguiendo alguna cana sobre su cabellera azabache. Entre sus manos, enredado entre sus dedos, apoyado sobre sus piernas, un pañito de croché que cosía por encargo de una señora de postín, a cambio de algunas perras chicas; sus arrugas, signo cruel del paso de tiempo, no envilecían la belleza de Madre; mujer de gran hermosura, azotada ferozmente por la vida; demasiados hijos, casada con un hombre austero, sobrio, aplacado por la sociedad, servicial para ricos terratenientes, deseoso de una vida que no era suya; difícil en casa.
Seguí contemplando a Madre, su vestimenta siempre gris, dejando apenas verse nada, quizás si tenías suerte veías los tobillos, finos, mientras ondeaba la falda al caminar; el cuello, largo, estiloso; sus zapatos, siempre cómodos para faenar; sus manos, arrugadas pero bellas, dedos finos, largos, uñas siempre recortadas, pulcras; Era extraño, Madre siempre estaba bien cuidada a diferencia de Padre, Sara desprendía olor a lavanda.
Tanto había estado mirando a Madre, que hice despertarla, sobresaltada levantó de la silla a poner su mano sobre mi rostro, salió de la habitación, entrando con un cuenco lleno de agua fresca y paños, humedeció uno, colocándolo sobre mi frente. Volvió a salir, tardó algo más en volver, entrando con el desayuno: un bol de leche y pan.
La Bruja
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