Como todos los días amanecía junto a Madre. Se notaba como el invierno se abría paso ligeramente sobre el otoño, por el leve roce de mis pies sobre la losa, haciéndome saltar instintivamente hacía el abrigo de la cama, calentada por mis hermanos.
La rutina del vestir era previsible, dormía enfundado en camiseta de algodón regalada por Madre en mi décimo cumpleaños, más calzoncillo de pernera estrecha atado en los jarretes con una veta; añadía con pulcritud el resto de la vestimenta, mimándola, como si fuera nueva: la camisa de algodón, el pantalón de pana, el chaleco sin bolsillos. Sólo Padre y Facundo, mi hermano mayor, tenían uno con tres, dos ciegos (Madre cosía con dulzura cada chaleco de tres bolsillos y trabilla, que regalaba cuando uno de sus hijos cumplía veinte años. Sería la única dote entregada). Acabé enfundando mis pies con los peales, singular prenda de la cual disponíamos dos pares dado que Padre tenía ovejas, y la trama la trabajaba Madre sobre la rueca de caña y huso, obteniendo un hilo basto, con el que punteando, hacía calcetines.
A pocos pasos de la cama donde aún seguían durmiendo mis hermanos estaba Madre. Como cada mañana, limpiaba con esmero el hogar; una vez barridas las ascuas del día anterior colocaba hojarasca procediendo a prender la lumbre mas era en el albor del fuego cuando añadía los troncos de sabina, talados por Padre para nuestro uso. Como cada mañana, pasaba rozando leventemente el hombro de Madre, camino de la puerta; cogiendo, un pedazo pan duro. Al abrir el portillo, una luz cegadora me situó en el 16 de Noviembre año de nuestro Señor de 1930, tiñendo el paisaje de rojo, amarillo y verde.
Dirigí la mirada hacía la rehala y la jaula donde habitaban los hurones. Todo en orden. Arremangué la camisa hasta el codo para poder faenar y entré en la jaula donde estaban los perros. Hermosos podencos andaluces donde la primera camada fue regalo del Primo de Padre. Vivía en la ciudad.
Además de ayudar a Madre en el cuidado del hogar debía: amansar, cuidar, bañar, alimentar a perros y demás animales que configuraban el sustento de nuestra familia. Aun con todo ello, no fue tarea fácil, domesticar a los perros, en la diligencia de la caza. Acostumbré a cada animal a seguir el rastro sobre la hierba, en las ramas, olfatear con detalle sobre la corteza de árboles, introducir el hocico en las pequeñas excavaciones que sin ser gazapareras mostraban presencia de liebre o conejo; a mostrar quietud a mi lado, a sitiar sin desobediencia, a tomar el botín entre sus mandíbulas sin destrozar; a soltarlo al tono de mi voz mostrando el sometimiento de tan arduo adiestramiento. Gustaba a Padre salir con ellos a cazar jabalíes, mas hoy irían junto con los hurones a cazar conejo.
Salir con ambos podía llegar a ser complejo sin una correcta coordinación. El podenco quieto, alerta sin moverse hasta recibir la orden; el hurón, sin embargo, era quien se encargaba de entrar en la madriguera, asustando a su presa hasta hacerla salir; momento en el cual deberían entenderse mi astucia con el dominio sobre los animales.
Padre siempre quería que fuera con ellos cuando planeaba la caza del conejo con hurón; decía que manejaba las fieras; ¿quién si no fuera yo?, su cuidador fiel e incansable. Bien le hablaba a Padre para mostrar que tanto él como mis hermanos debían procurar atención a los animales; siendo peligrosa la desobediencia cobrando alguna otra pieza de mayor envergadura.
Fue a los quince cuando Padre me regaló la Escopeta de dos cañones, con culata recta o inglesa. Así es, como la llaman los señoritos cuando salen de monterías. Yo sabía poco, pero pensaba, que ellos hablaban muy fino cuando más fácil era decir: ‘escopeta del doce con cartuchos del cuatro o del cinco’.
Poco me gustaban los días de caza; si bien es cierto, que Madre guisaba un pote de conejo con patatas que resucitaba a un muerto. La única alegría que me proporcionaba un día así, era el caminar entre la espesura del monte, observando, admirando su belleza; rebuscando hierbas aromáticas como el eneldo, extrayendo resina de sabina para que junto con la sosa y la grasa, Madre pudiera hacer jabón. Poco me gustaban a mi los días de caza, después del guiso y entrada en la noche, costumbre era ir con Padre a la Tasca’ Benito’.
El dulce olor a gachas recién hechas por Madre más el fuerte rugido de mi estomago, me transportaron a la realidad; dejé los cubos y aperos con los que estaba trabajando en una esquina del cobertizo; seguido, me dirigí a la casa; cuando abrí la cancela, vi a todos mis hermanos sentados a la mesa devorando el desayuno. Al igual que Madre me senté en un taburete al lado de la chimenea; tomé mi cuenco con gachas.
A cucharadas pequeñas, deleitándome, tomaba el desayuno mientras, exhausto, miraba hacía la mesa donde estaban mis hermanos mayores, con Padre. Todas las mañanas, desde que recuerdo, seguía con la mirada a cada uno de ellos, fijándome en sus manos, sus ojos, sus bocas, sus narices, sus espesas cabelleras negras, sus cuerpos extrañamente descompensados, cuellicortos, paticortos, iguales a Padre; incluso, el más curioso de los parecidos era el de las maneras, todos ellos empuñaban la cuchara con fuerza, incrustándola en el plato, levantándola sin prestancia para dirigirlas con cierta torpeza hacia sus bocas ya anhelantes de la nueva ingesta. Al acabar, eructaban propinando un enérgico puñetazo en la mesa, dando por finalizado el desayuno, comida o cena. Levantaban de la silla, casi a la vez, girando todos sobre la misma pierna, la derecha.
Madre decía que yo me parecía a un tío suyo, el cual a mi, se me antojaba lejano, era el hermano del padre del padre, de su madre; contaba que era un hombre pequeño, flacucho, estiloso en el andar y fino en los modales. A mí, sin embargo, me gustaba fantasear con la posibilidad de no ser hijo de Padre, cuyo significado veraz supondría la deshonra de Madre, mujer de carácter recio que sólo salía de casa para la novena, por lo que el único hombre conocido a parte de Padre, sería Don Flavio, el cura.
Introduje en el cuenco, la que sería la última cucharada de gachas que tomaría en el día de hoy, escuchando la algarabía formada por mis hermanos mientras se vestían para ir de caza. La ropa no difería en exceso de un día normal si no fuera por la anguarina y los borceguíes; que hacían más soportable la espera, una vez emplazados en el puesto. Fueron saliendo del hogar, tomando cada uno su escopeta y su canana, dejando sorda la estancia. No quería hacer enfadar a Padre esperando fuera hasta que yo saliera, bien era conocido por todos los difíciles nervios de Padre. Dejé el cuenco en la pileta, até con cintas de cuero a modo de polainas sobre mis perneras, la piel de oveja curtida por Madre; tomé la casaca, la gorra, la canana, la escopeta y salí de la casa en busca de Padre. Estaba junto a la rehala, sacó tres de los siete perros, mientras, yo buscaba la jaula del hurón. Ya preparados, Facundo, el mayor de mis hermanos, tomó la avanzadilla hacía el monte, Cada uno de nosotros sabía que debía hacer, cual era su sitio sin necesidad de sorteo. Mi tarea era; llevar al hurón próximo a la gazapera; dejarle actuar y esperar. Una vez salía el conejo, daba el tono de aviso a mi perro. Ante su ladrido, eran soltados los perros que estaban con Padre, sitiaban a la presa siendo alcanzada por la escopeta más rápida de cualquiera de mis otros hermanos.
Para buscar la madriguera debían presentarse dos circunstancias:
La primera y por decisión propia, que fuera un sabinar. Era sabido por todos, incluso por Padre, que gustaba colocarme a esperar, que el hurón actuara cerca de un sabinar, ello hacía muchas veces que encontrar la madriguera se volviera una tarea engorrosa, Incluso podía sorprenderme la noche despreciando un día de caza, disgustando a Padre hasta llegar al azote mas su fusta seguía sin ser lo bastante fuerte como para hacerme despreciar mi empeño.
La segunda, consistía en valerme del entrenamiento y destreza del podenco; el cual iba olisqueando las cortezas de los árboles, arbustos y tierras movidas, consiguiendo una fiel imagen de su guarida y gran burla para sus depredadores. Aunque en muchas ocasiones no era fácil encontrar la gazapera, hoy apenas habíamos invertido, según el sol, un par de horas. Era un día de suerte, dejé al hurón en el suelo y me fui alejando de él, aunque siempre sujeto por el cordel. Una vez encontrado lo que sería mi puesto junto a la sabina, até a la pita una campanilla, aseguré la guita con el címbano a una raíz, colocándolo despacio sobre la tierra, de tal modo que ante cualquier movimiento del hurón sonara el cascabel. Después me dejé caer despacio, sentándome, reposando mi espalda sobre el tronco del arbusto. Mi perro fiel, Flacucho, se tumbó a mi lado, apoyando la cabeza sobre mis muslos para poder ser acariciado.
En la quietud que proporciona la espera, escuchando en la lejanía el brío del agua correr por algún arroyuelo cercano, rememoré aquel olor e intentaba recordar aquel día cada vez más lejano para mi memoria, para mis recuerdos.
Recuerdo que Padre me mandó, a casa del Herrero con el percherón a ponerlo herraduras nuevas. De camino al pueblo recorriendo la llanura, cogiendo hierbas aromáticas encargo de Madre, escuché un ruido; un tumulto de voces hablando al mismo tiempo; me quedé asombrado, era poco habitual escuchar nada por esa zona. De inmediato abandoné el trabajo encomendado por Madre, agarré la correa del rocín con fuerza y sin soltarlo salí al camino, persiguiendo el rastro del murmullo; anduve durante mucho rato siguiendo un eco debilitado en la distancia; finalmente sólo se escuchaba el silencio. Decepcionado, conmigo mismo, por haberme entretenido en tal absurdo cometido, añorando lo desconocido, retomé el camino para poder llegar al Herrero a tiempo, evitando la furia de Padre empero era demasiado tarde, me había perdido, dudoso miré hacía ambos lados, iguales, arbolada de pinos, perplejo y sin saber como había llegado a tal situación, resolví dejar al percherón suelto, tendría sed e iría en busca de algún arroyo. Me sabía buen conocedor de la zona, sin embargo, era la primera vez que veía esa arbolada tan espesa, gris, tenebrosa y sombría; cabizbajo caminando detrás del jamelgo pensaba en la reprimenda de Padre.
Inesperadamente y demasiado cercano, escuché el vigoroso galope de caballos, ladeé mi vista buscando, giré sobre mi mismo, abriendo los ojos con asombro; por delante, corriendo una rehala de perros, detrás siguiéndolos velozmente, jinetes bien decorados sobre esplendidos caballos; gritando a los perros, ensordeciendo el lugar. Aturdido por los acontecimientos, me hallé súbitamente desorientado e inundado de un fuerte olor a flores silvestres, permanecí quieto, mudo, sordo, sólo podía oler el frescor del aroma, alcé la vista, viendo un bello corcel negro, cuyo jinete sentado a horcajadas, vestido de negro, de rubia caballera y mirada azabache, despertó en mi a alguien, a quién tardé demasiado en comprender.
El sonido inesperado de la campanilla me despertó algo turbado de mi ensoñación. El hurón había logrado sacar al conejo, marqué a Flacucho quién salió raudo en busca de la presa, ladrando para el aviso del resto de perros colocados junto a Padre. Pocos minutos más tarde se escuchó el sigiloso ruido de la bala acariciando el viento.
El Sabinar siempre olía a flores frescas.
De camino al puesto dónde estaba Padre noté un leve movimiento entre la hojarasca, señalé a Flacucho, quién salió veloz en esa dirección. Lo siguiente fue, correr dando la voz de alarma a Padre. Era un jabalí. Padre soltó enérgico los perros, al menos éstos intentarían sitiarlo a distancia para que alguno de mis hermanos procurase el disparo que acabaría con la vida del puerco, pero ninguno de los canes estaba bien entrenado a la orden de Padre.
No hubiera sido una situación peligrosa, si no fuera por la improvisación del encuentro, si no fuera porque los podencos son sólo perros de busca, si no fuera porque yo salí corriendo asustado mientras mi cerebro recordaba las lecciones de Padre; - ‘llegada una situación tal, debéis permanecer quietos y disparar’-. Jamás supe que distancia era la apropiada para estar quieto delante de este animal el cual te miraba con furia, mientras movía su pata delantera derecha como si quiera hacer un profundo agujero en el, ya tan árido, suelo; cuando lo que está haciendo realmente, es mostrarte cuán fuerte es. Este bicho llegaba hasta el desaire, inclinando el morro hacía arriba ladeándolo, mostrando cual grandes, curvos y puntiagudos son sus colmillos. Yo corría mientras pensaba en la lección, nuevamente, no aprendida de Padre.
Llevaba metros, muchos metros corriendo; sin aliento, sin fuerzas, escuchando en la lejanía a Padre decir: - ¡gira!, ¡esquiva!, ¡tuerce!, ¡no pares!-. Padre no entendía que la bestia que me perseguía, me seguía a corta distancia, los perros mal adiestrados ladrando intentaban acosarle para que se rindiera en su empeño; finalmente divisé a Facundo, valeroso, impasible sujetando la escopeta bien apoyada en el hombro, marcando la pose para un disparo seguro, encañonando; en esos momentos donde todo ocurre excesivamente despacio, observando a Facundo, me di cuenta que debía tirarme al suelo si no quería ser su blanco, escondí la cabeza debajo de mis brazos cerrando los ojos. Instante después sentí un fuerte desplome sobre el espinazo.
El jabalí yacía muerto sobre mi espalda, Facundo lo había matado, su tiro derrotó al animal a tiempo para evitar la embestida, cayendo bruscamente sobre mí. Sentía un dolor terrible, cercano a la rabadilla, apreté los dientes con fuerza tratando de incorporarme, - ¡qué birria de hombre era! -, como decía Padre, seguro que es un rasguño y aquí estoy tirado en el suelo, boca abajo, juntando los dientes para no llorar.
Embebido en mi dolor, no me di cuenta que Facundo estaba a mi lado, hasta que dejé de sentir el peso del jabalí, sobre mí; hasta que no me giró, dejándome boca arriba pudiendo, entonces, mirarle a sus ojos para desarmarme, pudiendo observar su boca, la cual me preguntaba desesperada si estaba bien; entre lágrimas mis ojos le hablaban, le decían que no podía moverme, que me dolía, que no estaba bien, que no me dejara, que me llevara a casa con Madre. Facundo mostraba serenidad, quietud; sus ojos revelaban preocupación, recelo. Desorientado advertí como miraba su mano, cubierta de mi sangre, me desmayé protegido entre sus brazos.
La Bruja
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