miércoles, 17 de diciembre de 2008
lunes, 10 de noviembre de 2008
ADIOS
Un día para el recuerdo de un mes desesperado, varios años después de nuestro enlace
A ti:
Con apenas edad como para manifestarme como adulto responsable, sabía algo de otorgar veracidad y respeto a la persona amada.
Años más tarde, con algunos romances fallidos haciendo espacio en algún rincón de mi corazón y mi memoria, he ido descubriendo que no es sencillo tener ideales; que todas aquellas causas que hube defendido con vehemencia dejaron de existir; que quizás no es tan fácil orar para convencer a quien no quieres volver a ver, que quizás es más sencillo romper sin razonar, huir, escapar.
La vida va poniendo trampas y aprendes que significa el término: “saber perder”.
Yo te he perdido. He perdido mi vida a tu lado, he perdido nuestro proyecto de vida, he perdido, sin compasión para el alma, tu amor por mí.
No voy a detallar, como si de un ábaco de momentos se tratase, mi vida a tu lado; todo ello pertenece a un capítulo más de ese libro no escrito que muestra mi andadura vital.
Un libro que mostrará sin descanso las arrugas de mi corazón, la negligencia de mi memoria, la cobardía de mi espíritu, escondiéndome detrás de mi estilográfica para decirte Adiós.
He sopesado, con pesadumbre, abandonarme al recuerdo antes de dañar algún momento de felicidad vivido siendo más sencillo vivir en el pasado cuando no hay presente.
Es mi carta desesperada de renuncia a ti, siento no ser fuerte, siento no poder vivir sin ti. Siento no poder ser abrazada sin amor, besada sin pasión, mirada sin nostalgia. Siento no poder dejar que gobierne la frialdad de un contrato matrimonial. Siento no poder mirar sin detenerme en el ayer, recordando que una vez me amastes, que una vez fui.
Adiós mi vida,
La Bruja
A ti:
Con apenas edad como para manifestarme como adulto responsable, sabía algo de otorgar veracidad y respeto a la persona amada.
Años más tarde, con algunos romances fallidos haciendo espacio en algún rincón de mi corazón y mi memoria, he ido descubriendo que no es sencillo tener ideales; que todas aquellas causas que hube defendido con vehemencia dejaron de existir; que quizás no es tan fácil orar para convencer a quien no quieres volver a ver, que quizás es más sencillo romper sin razonar, huir, escapar.
La vida va poniendo trampas y aprendes que significa el término: “saber perder”.
Yo te he perdido. He perdido mi vida a tu lado, he perdido nuestro proyecto de vida, he perdido, sin compasión para el alma, tu amor por mí.
No voy a detallar, como si de un ábaco de momentos se tratase, mi vida a tu lado; todo ello pertenece a un capítulo más de ese libro no escrito que muestra mi andadura vital.
Un libro que mostrará sin descanso las arrugas de mi corazón, la negligencia de mi memoria, la cobardía de mi espíritu, escondiéndome detrás de mi estilográfica para decirte Adiós.
He sopesado, con pesadumbre, abandonarme al recuerdo antes de dañar algún momento de felicidad vivido siendo más sencillo vivir en el pasado cuando no hay presente.
Es mi carta desesperada de renuncia a ti, siento no ser fuerte, siento no poder vivir sin ti. Siento no poder ser abrazada sin amor, besada sin pasión, mirada sin nostalgia. Siento no poder dejar que gobierne la frialdad de un contrato matrimonial. Siento no poder mirar sin detenerme en el ayer, recordando que una vez me amastes, que una vez fui.
Adiós mi vida,
La Bruja
viernes, 3 de octubre de 2008
HECHURAS - Capítulo IV - Madre
A través de las oscuras cortinas, se filtró un pujante destello. Abrí lentamente los ojos, no quería ser golpeado por el fuerte chorro de luz; cambié de posición en la cama, colocándome hacía el lado derecho, entonces, vi a Madre, sentada en su mecedora, cubriéndose con una manta hecha de retales; sobre sus hombros, su incasable toquilla negra; su pelo recogido en un moño bajo, distinguiendo alguna cana sobre su cabellera azabache. Entre sus manos, enredado entre sus dedos, apoyado sobre sus piernas, un pañito de croché que cosía por encargo de una señora de postín, a cambio de algunas perras chicas; sus arrugas, signo cruel del paso de tiempo, no envilecían la belleza de Madre; mujer de gran hermosura, azotada ferozmente por la vida; demasiados hijos, casada con un hombre austero, sobrio, aplacado por la sociedad, servicial para ricos terratenientes, deseoso de una vida que no era suya; difícil en casa.
Seguí contemplando a Madre, su vestimenta siempre gris, dejando apenas verse nada, quizás si tenías suerte veías los tobillos, finos, mientras ondeaba la falda al caminar; el cuello, largo, estiloso; sus zapatos, siempre cómodos para faenar; sus manos, arrugadas pero bellas, dedos finos, largos, uñas siempre recortadas, pulcras; Era extraño, Madre siempre estaba bien cuidada a diferencia de Padre, Sara desprendía olor a lavanda.
Tanto había estado mirando a Madre, que hice despertarla, sobresaltada levantó de la silla a poner su mano sobre mi rostro, salió de la habitación, entrando con un cuenco lleno de agua fresca y paños, humedeció uno, colocándolo sobre mi frente. Volvió a salir, tardó algo más en volver, entrando con el desayuno: un bol de leche y pan.
La Bruja
Seguí contemplando a Madre, su vestimenta siempre gris, dejando apenas verse nada, quizás si tenías suerte veías los tobillos, finos, mientras ondeaba la falda al caminar; el cuello, largo, estiloso; sus zapatos, siempre cómodos para faenar; sus manos, arrugadas pero bellas, dedos finos, largos, uñas siempre recortadas, pulcras; Era extraño, Madre siempre estaba bien cuidada a diferencia de Padre, Sara desprendía olor a lavanda.
Tanto había estado mirando a Madre, que hice despertarla, sobresaltada levantó de la silla a poner su mano sobre mi rostro, salió de la habitación, entrando con un cuenco lleno de agua fresca y paños, humedeció uno, colocándolo sobre mi frente. Volvió a salir, tardó algo más en volver, entrando con el desayuno: un bol de leche y pan.
La Bruja
HECHURAS - Capítulo III - Pudor y Lágrimas
Percibí un leve e intenso olor a flores frescas, abrí los ojos algo azorado, buscando inquieto su procedencia, miré por toda la estancia, aún algo aturdido, fijándome en los detalles de la alcoba, ¿estaba en casa?, pero ¿en qué cama yacía?, ¿en la de Padre y Madre?, no me gustaba. Tenía la extraña sensación, desde niño, que en esta alcoba ocurrían hechos que provocaban el llanto.
Recuerdo que era bien chiquito, Madre estaba muy gorda, de repente mientras movía el pote con el cucharón, empezó a chorrear agua por entre las piernas, dejó el guiso, salió corriendo al huerto en busca de Padre; entró a la casa corriendo, a su habitación; Padre entró en la casa detrás de ella, cogió los aperos para montar al percherón, y salió corriendo en busca de Tía Fulgencia. Cuando llegó Padre con Tía, ésta empezó a mandar como si fuera Madre, no me gustó, pero Tía, hermana de Padre, daba miedo, así que todos hicimos todo sin protestar, incluido Padre. Mientras Tía mandaba poner agua a hervir, buscar sábanas y toallas limpias; Madre gritaba, lloraba, lloraba, chillaba. Padre callaba. Tía decía: - Sara, hija -, -¡empuja!...,-¡respira!-. Fue la primera vez que escuché el nombre de Madre. Madre siempre ha sido Madre. Qué bonito sonaba –‘Saaaaara’ – decía en bajito para no olvidar. Después sobrevino una gran calma ahuyentada por el aguijón de un llanto; días después Madre nos decía que era nuestro hermano.
Esto pasó algunas veces más, dónde cada día soportaba menos los llantos-gritos de Madre. Intuía que Padre tenía algo que ver y por ello me gustaba menos. No me gustaba Padre, si no fuera Padre. Desde que Madre alumbró a dos niños juntos, no ha tenido que entrar corriendo en la habitación nunca más, sin embargo el año pasado la alcoba se tiño de negro, de olor a incienso, de velas encendidas; los gemelos tuvieron fiebres muy altas durante demasiados días, al final, como decían las ancianas, la Señora de la Guadaña vino para cuidarlos para siempre; poco me fiaba yo de esa Señora esquiva a la cual no he visto nunca en casa; pero que por lo visto, nos había visitado algunas veces más.
A la vez que recapacitaba sobre recuerdos vividos a causa de esta alcoba, miré a mi derecha, Madre, compungida, sujetando un paño mojado sobre mi frente, a mi izquierda D. Flavio, el cura; definitivamente, no era buena señal, por que había algo que tenía claro, después de entrar D. Flavio en casa, seguido, viene la Señora de la Guadaña.
A Facundo y a Padre, los veía borrosos a los pies de la cama; susurraban sobre mi accidente; agucé el oído, Facundo le decía a Padre que cuando cayó el jabalí encima de mí clavó el colmillo en la espalda. Miré a Madre, fijando mis ojos sobre los suyos, casi sin voz, le dije: - ‘Saaaaara’ –. Sucedió tan rápido, Sara sin avisar, secó sus lágrimas, echó a D. Flavio, e hizo que Padre y Facundo fueran en busca del médico que me había atendido antes; cerré los ojos relajado, había salido la Señora de la Guadaña de casa para no volver, Sara la había echado a patadas.
No me había dado cuenta del silencio sepulcral que nos rodeaba, hasta que escuché risas, provenientes de la cocina. Mis otros hermanos, atentos, escuchando a Sara como narraba lo que me había pasado; medité, con aplomo, que era poco gracioso lo que me había ocurrido más me gustaba escuchar esa otra señora que se había adueñado de Madre. No pasó mucho tiempo cuando escuché el galope de un caballo junto con el trotar de nuestro percheron, Padre y Facundo a su lomo. El fuerte golpe sobre la puerta de madera más ese olor a flores frescas, me hizo abrir los ojos de forma repentina, buscando al portador de ese dulce aroma, evocaba sus ojos negros como el azabache; su pelo rubio como el sol.
Entró en la alcoba junto a Sara. Cuidadosamente acercó su mano hacía mi cuello extendiendo dos dedos, apoyándolos con delicadeza, mientras miraba su reloj colgado de su chaleco de tres bolsillos. Doctor, le decía ella, al mismo tiempo, que yo observaba, su cara; sus facciones eran suaves, sus mejillas rosas, ese mechón de pelo alborotado en su frente, ese cuello de camisa bien almidonado, ese porte, ese… Pidió a Sara que saliera, necesitaba estar a solas para proceder a un nuevo examen; Sara, en señal de respeto, inclinó la cabeza, acercándose despacio a su oído, le dijó algo que no llegué a escuchar, susurros, mas lo que dijera Madre, le hizo endurecer.
Se quitó la chaqueta colocándola, bien plegada, encima de la mecedora de Madre, retiró la sábana, la manta, la colcha que me cubrían, dejándome desnudo frente a él, a excepción del calzón; deslizó sus manos, sus brazos alrededor de mi torso, dejándome inhalar el perfume de su piel, me colocó boca abajo, retiró el ungüento con olor a menta, limpió la herida con agua fresca, comenzando a inspeccionar la zona con sus manos; ruborizado y dolorido sólo podía gemir de dolor. Sabía que era malo.
En ese instante en el que no sientes, debilitado por el dolor, notaba cuán diferente se mostraba mi cuerpo; cuando obligado por Padre iba a la Tasca Benito, cuando nada más entrar en la taberna apenas iluminada; sin apenas tiempo para aspirar el fuerte olor desprendido por años de poca pulcritud, sintiéndote envuelto por el aroma que surgía de la mezcolanza propia de la comida y el cigarro; llamaba a gritos a Dolores, ‘La Señora’, mientras pedía ‘al Benito’ una jarra del vino provincial. ‘La Dolo’ mandó hacer llegar a unas de sus chicas, una nueva, según escuché decir. Según se iba acercando, observaba a Padre perdido en los cánticos de su cuerpo y sin tiempo para evitar, Padre ya había plantado sus feas, sudorosas y grasientas manos sobre la cintura de la muchacha, atrayéndola hacía él, mirando bizco su abundante escote. La chica miraba desconcertada, asustada mientras, yo, con los ojos clavados en el suelo noté como empezaba a sudar; sabía lo que iba a pasar mas no quería; todos mis hermanos mayores había ido con Padre, a todos ellos le había presentado a una muchacha, a todos ellos los había mandado al cuarto con la muchacha. Todos ellos salieron alegres, exhaustos, dibujados por una sonrisa. Todos ellos regresaron a Tasca Benito.
Padre me advirtió, Padre me amenazó.
Mientras dejaba tras de si a Padre, miraba a mi alrededor sin ver, pero sentía sobre mi cuello las miradas de todos aquellos que incrédulos veían como me alejaba siguiendo las caderas de quien dijó llamarse Juana. Era una chiquita flacucha, de ojos tristes y boca cálida. Subimos hasta el segundo piso, yo caminaba tras ella haciéndose interminable el triste pasillo; pensaba como salir, como engañar para que evitar la amenaza de Padre. No había salida. Debía quedarme, era mi enseñanza antes de cumplir los veinte, antes de recibir el regalo de Madre. Parado, en el quicio de la puerta, sin querer entrar, acorralado, queriendo huir, prohibiéndome llorar, se acercó Juana tirando de mí con suavidad, cerró la puerta, echó la llave; escondiéndola en algún lugar, debía estar avisada, pensé. Ligera, suave, dulce… giró a su izquierda encendiendo el candil, regalando el calor de la débil llama.
Mientras seguía quieto cerca de la puerta, ví como ella se sentaba frente a su tocador, como retiraba las dos peinetas dejando libre su espesa y larga cabellera roja, observé como tomaba el peine acariciando su pelo. Sentí ferozmente su mirada a través del espejo. Se levantó, rondándome despacio, dejando caer al paso, el refajo, el corsé, la liga…Quedándose para mí asombro, vestida sólo con las enaguas. Lánguidamente dejó caer sus manos sobre mis hombros aproximando sus labios a los míos, posándolos con suavidad, haciéndome sentir el calor de un beso, aun apreciando la falta de quien jamás ha sido tocado mi cuerpo no reaccionaba. Me fue desvistiendo, desprendiéndome de todas las prendas que me disfrazaban de hombre, dejándome desnudo. Arrojó sus enaguas al suelo, despojándose de cualquier tela que escondiera su virtud, abrazándome, dejando que sintiera el roce de su cuerpo desnudo sobre el mío, mas mi cuerpo no reaccionaba; sugiriéndome entre susurros que la besara el cuello, tomando mis manos, situándolas donde finaliza la cadera. Debilitado ante ella, queriendo ser, intentando estar, renuncié abrazándola con la fuerza que muestra un niño, llorando, rogándola la gracia que otorga la compasión. Pidiéndola que fuera guardiana de mi desdicha, de mi secreto, suplicándola fuera cómplice de mi engaño. Con la ternura de quien siendo tan joven, ha perdido demasiadas veces, me besó en la mejilla, alejándose de mí, engalanándose nuevamente, saliendo del cuarto. Dejándolo a oscuras.
Sin tiempo para comprender todo lo sucedido escuché el grito de Padre cada vez con mayor fuerza, asustado, temeroso, sin luz; comencé a vestirme, mas, no me dió tiempo, entró sin llamar, acompañado de Dolores, acompañado de Juana. Ante mi asombro, su cara mostraba orgullo, se aproximó a mí, alzó su brazo pasándolo por encima de mis hombros dando una fuerte palmada sobre mi espalda. Después pagó a Dolores. Dolores ya hablaría con Juana.
Aquel día sentí el frío de dos cuerpos desnudos, sin embargo, hoy, cuán diferente se muestra mi cuerpo, no quiero que termine, no quiero que deje de examinarme, de tocarme, de acercarse a mi, de sentirlo; pero a su vez, necesito huir, salir de esta habitación donde todo pasa, donde todo se vuelve gris, no entendiendo mi voluntad, apenas entiendo mi razón. No debía, no debo, no podía, no puedo, y sin embargo, lo anhelo y anhelaré como aquella primera vez que inundó mis sentidos. Esta vez todo mi cuerpo vibraba. Demasiado embriago por él no percibí cuando hubo acabado de pasear sus manos y sus dedos por mi espalda, provocando mi sonrojo, mi sofoco, mi pudor; mirándome, penetrándome, sintiéndome totalmente necesitado de él.
Se retiró, a buscar algo en su maletín, procediendo a ponerme un nuevo unto con olor a lavanda, sujeto alrededor de mi pequeño torso con una venda. Después me obligó a ponerme de pie, fuera de la cama, quería ver si podía andar. Sólo pude tirarme a sus brazos, mareado por él. Me acomodó sobre la cama, cubriéndome con la sábana, la manta y la colcha, regalo de la madre de Sara. Salió cerrando la puerta con sumo cuidado, dejando tras de sí, ese olor a flores frescas, dejando la estancia sólo iluminada por la llama del candil. Dejando con su marcha la triste sentencia de quien ama sin esperanza.
Hundí mi cara sobre la almohada ahogando lo que hubiera sido un grito, llorando lleno de vergüenza, contrariado ante mis sentimientos, me quedé dormido. Demasiadas emociones para ese 16 de Noviembre, año de nuestro Señor de 1930. Bien sabía que poco me gustaban los días de caza.
La Bruja
Recuerdo que era bien chiquito, Madre estaba muy gorda, de repente mientras movía el pote con el cucharón, empezó a chorrear agua por entre las piernas, dejó el guiso, salió corriendo al huerto en busca de Padre; entró a la casa corriendo, a su habitación; Padre entró en la casa detrás de ella, cogió los aperos para montar al percherón, y salió corriendo en busca de Tía Fulgencia. Cuando llegó Padre con Tía, ésta empezó a mandar como si fuera Madre, no me gustó, pero Tía, hermana de Padre, daba miedo, así que todos hicimos todo sin protestar, incluido Padre. Mientras Tía mandaba poner agua a hervir, buscar sábanas y toallas limpias; Madre gritaba, lloraba, lloraba, chillaba. Padre callaba. Tía decía: - Sara, hija -, -¡empuja!...,-¡respira!-. Fue la primera vez que escuché el nombre de Madre. Madre siempre ha sido Madre. Qué bonito sonaba –‘Saaaaara’ – decía en bajito para no olvidar. Después sobrevino una gran calma ahuyentada por el aguijón de un llanto; días después Madre nos decía que era nuestro hermano.
Esto pasó algunas veces más, dónde cada día soportaba menos los llantos-gritos de Madre. Intuía que Padre tenía algo que ver y por ello me gustaba menos. No me gustaba Padre, si no fuera Padre. Desde que Madre alumbró a dos niños juntos, no ha tenido que entrar corriendo en la habitación nunca más, sin embargo el año pasado la alcoba se tiño de negro, de olor a incienso, de velas encendidas; los gemelos tuvieron fiebres muy altas durante demasiados días, al final, como decían las ancianas, la Señora de la Guadaña vino para cuidarlos para siempre; poco me fiaba yo de esa Señora esquiva a la cual no he visto nunca en casa; pero que por lo visto, nos había visitado algunas veces más.
A la vez que recapacitaba sobre recuerdos vividos a causa de esta alcoba, miré a mi derecha, Madre, compungida, sujetando un paño mojado sobre mi frente, a mi izquierda D. Flavio, el cura; definitivamente, no era buena señal, por que había algo que tenía claro, después de entrar D. Flavio en casa, seguido, viene la Señora de la Guadaña.
A Facundo y a Padre, los veía borrosos a los pies de la cama; susurraban sobre mi accidente; agucé el oído, Facundo le decía a Padre que cuando cayó el jabalí encima de mí clavó el colmillo en la espalda. Miré a Madre, fijando mis ojos sobre los suyos, casi sin voz, le dije: - ‘Saaaaara’ –. Sucedió tan rápido, Sara sin avisar, secó sus lágrimas, echó a D. Flavio, e hizo que Padre y Facundo fueran en busca del médico que me había atendido antes; cerré los ojos relajado, había salido la Señora de la Guadaña de casa para no volver, Sara la había echado a patadas.
No me había dado cuenta del silencio sepulcral que nos rodeaba, hasta que escuché risas, provenientes de la cocina. Mis otros hermanos, atentos, escuchando a Sara como narraba lo que me había pasado; medité, con aplomo, que era poco gracioso lo que me había ocurrido más me gustaba escuchar esa otra señora que se había adueñado de Madre. No pasó mucho tiempo cuando escuché el galope de un caballo junto con el trotar de nuestro percheron, Padre y Facundo a su lomo. El fuerte golpe sobre la puerta de madera más ese olor a flores frescas, me hizo abrir los ojos de forma repentina, buscando al portador de ese dulce aroma, evocaba sus ojos negros como el azabache; su pelo rubio como el sol.
Entró en la alcoba junto a Sara. Cuidadosamente acercó su mano hacía mi cuello extendiendo dos dedos, apoyándolos con delicadeza, mientras miraba su reloj colgado de su chaleco de tres bolsillos. Doctor, le decía ella, al mismo tiempo, que yo observaba, su cara; sus facciones eran suaves, sus mejillas rosas, ese mechón de pelo alborotado en su frente, ese cuello de camisa bien almidonado, ese porte, ese… Pidió a Sara que saliera, necesitaba estar a solas para proceder a un nuevo examen; Sara, en señal de respeto, inclinó la cabeza, acercándose despacio a su oído, le dijó algo que no llegué a escuchar, susurros, mas lo que dijera Madre, le hizo endurecer.
Se quitó la chaqueta colocándola, bien plegada, encima de la mecedora de Madre, retiró la sábana, la manta, la colcha que me cubrían, dejándome desnudo frente a él, a excepción del calzón; deslizó sus manos, sus brazos alrededor de mi torso, dejándome inhalar el perfume de su piel, me colocó boca abajo, retiró el ungüento con olor a menta, limpió la herida con agua fresca, comenzando a inspeccionar la zona con sus manos; ruborizado y dolorido sólo podía gemir de dolor. Sabía que era malo.
En ese instante en el que no sientes, debilitado por el dolor, notaba cuán diferente se mostraba mi cuerpo; cuando obligado por Padre iba a la Tasca Benito, cuando nada más entrar en la taberna apenas iluminada; sin apenas tiempo para aspirar el fuerte olor desprendido por años de poca pulcritud, sintiéndote envuelto por el aroma que surgía de la mezcolanza propia de la comida y el cigarro; llamaba a gritos a Dolores, ‘La Señora’, mientras pedía ‘al Benito’ una jarra del vino provincial. ‘La Dolo’ mandó hacer llegar a unas de sus chicas, una nueva, según escuché decir. Según se iba acercando, observaba a Padre perdido en los cánticos de su cuerpo y sin tiempo para evitar, Padre ya había plantado sus feas, sudorosas y grasientas manos sobre la cintura de la muchacha, atrayéndola hacía él, mirando bizco su abundante escote. La chica miraba desconcertada, asustada mientras, yo, con los ojos clavados en el suelo noté como empezaba a sudar; sabía lo que iba a pasar mas no quería; todos mis hermanos mayores había ido con Padre, a todos ellos le había presentado a una muchacha, a todos ellos los había mandado al cuarto con la muchacha. Todos ellos salieron alegres, exhaustos, dibujados por una sonrisa. Todos ellos regresaron a Tasca Benito.
Padre me advirtió, Padre me amenazó.
Mientras dejaba tras de si a Padre, miraba a mi alrededor sin ver, pero sentía sobre mi cuello las miradas de todos aquellos que incrédulos veían como me alejaba siguiendo las caderas de quien dijó llamarse Juana. Era una chiquita flacucha, de ojos tristes y boca cálida. Subimos hasta el segundo piso, yo caminaba tras ella haciéndose interminable el triste pasillo; pensaba como salir, como engañar para que evitar la amenaza de Padre. No había salida. Debía quedarme, era mi enseñanza antes de cumplir los veinte, antes de recibir el regalo de Madre. Parado, en el quicio de la puerta, sin querer entrar, acorralado, queriendo huir, prohibiéndome llorar, se acercó Juana tirando de mí con suavidad, cerró la puerta, echó la llave; escondiéndola en algún lugar, debía estar avisada, pensé. Ligera, suave, dulce… giró a su izquierda encendiendo el candil, regalando el calor de la débil llama.
Mientras seguía quieto cerca de la puerta, ví como ella se sentaba frente a su tocador, como retiraba las dos peinetas dejando libre su espesa y larga cabellera roja, observé como tomaba el peine acariciando su pelo. Sentí ferozmente su mirada a través del espejo. Se levantó, rondándome despacio, dejando caer al paso, el refajo, el corsé, la liga…Quedándose para mí asombro, vestida sólo con las enaguas. Lánguidamente dejó caer sus manos sobre mis hombros aproximando sus labios a los míos, posándolos con suavidad, haciéndome sentir el calor de un beso, aun apreciando la falta de quien jamás ha sido tocado mi cuerpo no reaccionaba. Me fue desvistiendo, desprendiéndome de todas las prendas que me disfrazaban de hombre, dejándome desnudo. Arrojó sus enaguas al suelo, despojándose de cualquier tela que escondiera su virtud, abrazándome, dejando que sintiera el roce de su cuerpo desnudo sobre el mío, mas mi cuerpo no reaccionaba; sugiriéndome entre susurros que la besara el cuello, tomando mis manos, situándolas donde finaliza la cadera. Debilitado ante ella, queriendo ser, intentando estar, renuncié abrazándola con la fuerza que muestra un niño, llorando, rogándola la gracia que otorga la compasión. Pidiéndola que fuera guardiana de mi desdicha, de mi secreto, suplicándola fuera cómplice de mi engaño. Con la ternura de quien siendo tan joven, ha perdido demasiadas veces, me besó en la mejilla, alejándose de mí, engalanándose nuevamente, saliendo del cuarto. Dejándolo a oscuras.
Sin tiempo para comprender todo lo sucedido escuché el grito de Padre cada vez con mayor fuerza, asustado, temeroso, sin luz; comencé a vestirme, mas, no me dió tiempo, entró sin llamar, acompañado de Dolores, acompañado de Juana. Ante mi asombro, su cara mostraba orgullo, se aproximó a mí, alzó su brazo pasándolo por encima de mis hombros dando una fuerte palmada sobre mi espalda. Después pagó a Dolores. Dolores ya hablaría con Juana.
Aquel día sentí el frío de dos cuerpos desnudos, sin embargo, hoy, cuán diferente se muestra mi cuerpo, no quiero que termine, no quiero que deje de examinarme, de tocarme, de acercarse a mi, de sentirlo; pero a su vez, necesito huir, salir de esta habitación donde todo pasa, donde todo se vuelve gris, no entendiendo mi voluntad, apenas entiendo mi razón. No debía, no debo, no podía, no puedo, y sin embargo, lo anhelo y anhelaré como aquella primera vez que inundó mis sentidos. Esta vez todo mi cuerpo vibraba. Demasiado embriago por él no percibí cuando hubo acabado de pasear sus manos y sus dedos por mi espalda, provocando mi sonrojo, mi sofoco, mi pudor; mirándome, penetrándome, sintiéndome totalmente necesitado de él.
Se retiró, a buscar algo en su maletín, procediendo a ponerme un nuevo unto con olor a lavanda, sujeto alrededor de mi pequeño torso con una venda. Después me obligó a ponerme de pie, fuera de la cama, quería ver si podía andar. Sólo pude tirarme a sus brazos, mareado por él. Me acomodó sobre la cama, cubriéndome con la sábana, la manta y la colcha, regalo de la madre de Sara. Salió cerrando la puerta con sumo cuidado, dejando tras de sí, ese olor a flores frescas, dejando la estancia sólo iluminada por la llama del candil. Dejando con su marcha la triste sentencia de quien ama sin esperanza.
Hundí mi cara sobre la almohada ahogando lo que hubiera sido un grito, llorando lleno de vergüenza, contrariado ante mis sentimientos, me quedé dormido. Demasiadas emociones para ese 16 de Noviembre, año de nuestro Señor de 1930. Bien sabía que poco me gustaban los días de caza.
La Bruja
jueves, 2 de octubre de 2008
DESDE EL CIELO
A Millares surcan nuestra realidad
Bautizando a cada uno el sentimiento
Amoldando incluso el entendimiento
Mientras creamos bajo su diversidad.
Algunos cobijan barbara crueldad
Otros incuban crudo abatimiento,
!A Tantos alimenta el desaliento
Acabando en oscuro llanto su maldad!
Mi alma intentan sutilmente penetrar
Dulce y tibia la brisa me debora
Sucumbo a su aliento temiendo errar.
Mientras siento que no llega mi hora
Petalos azules veo desojar
y Siento como su amor me acalora.
EL Barbas
Bautizando a cada uno el sentimiento
Amoldando incluso el entendimiento
Mientras creamos bajo su diversidad.
Algunos cobijan barbara crueldad
Otros incuban crudo abatimiento,
!A Tantos alimenta el desaliento
Acabando en oscuro llanto su maldad!
Mi alma intentan sutilmente penetrar
Dulce y tibia la brisa me debora
Sucumbo a su aliento temiendo errar.
Mientras siento que no llega mi hora
Petalos azules veo desojar
y Siento como su amor me acalora.
EL Barbas
martes, 30 de septiembre de 2008
HECHURAS - Capítulo II - Hurones y Perros
Como todos los días amanecía junto a Madre. Se notaba como el invierno se abría paso ligeramente sobre el otoño, por el leve roce de mis pies sobre la losa, haciéndome saltar instintivamente hacía el abrigo de la cama, calentada por mis hermanos.
La rutina del vestir era previsible, dormía enfundado en camiseta de algodón regalada por Madre en mi décimo cumpleaños, más calzoncillo de pernera estrecha atado en los jarretes con una veta; añadía con pulcritud el resto de la vestimenta, mimándola, como si fuera nueva: la camisa de algodón, el pantalón de pana, el chaleco sin bolsillos. Sólo Padre y Facundo, mi hermano mayor, tenían uno con tres, dos ciegos (Madre cosía con dulzura cada chaleco de tres bolsillos y trabilla, que regalaba cuando uno de sus hijos cumplía veinte años. Sería la única dote entregada). Acabé enfundando mis pies con los peales, singular prenda de la cual disponíamos dos pares dado que Padre tenía ovejas, y la trama la trabajaba Madre sobre la rueca de caña y huso, obteniendo un hilo basto, con el que punteando, hacía calcetines.
A pocos pasos de la cama donde aún seguían durmiendo mis hermanos estaba Madre. Como cada mañana, limpiaba con esmero el hogar; una vez barridas las ascuas del día anterior colocaba hojarasca procediendo a prender la lumbre mas era en el albor del fuego cuando añadía los troncos de sabina, talados por Padre para nuestro uso. Como cada mañana, pasaba rozando leventemente el hombro de Madre, camino de la puerta; cogiendo, un pedazo pan duro. Al abrir el portillo, una luz cegadora me situó en el 16 de Noviembre año de nuestro Señor de 1930, tiñendo el paisaje de rojo, amarillo y verde.
Dirigí la mirada hacía la rehala y la jaula donde habitaban los hurones. Todo en orden. Arremangué la camisa hasta el codo para poder faenar y entré en la jaula donde estaban los perros. Hermosos podencos andaluces donde la primera camada fue regalo del Primo de Padre. Vivía en la ciudad.
Además de ayudar a Madre en el cuidado del hogar debía: amansar, cuidar, bañar, alimentar a perros y demás animales que configuraban el sustento de nuestra familia. Aun con todo ello, no fue tarea fácil, domesticar a los perros, en la diligencia de la caza. Acostumbré a cada animal a seguir el rastro sobre la hierba, en las ramas, olfatear con detalle sobre la corteza de árboles, introducir el hocico en las pequeñas excavaciones que sin ser gazapareras mostraban presencia de liebre o conejo; a mostrar quietud a mi lado, a sitiar sin desobediencia, a tomar el botín entre sus mandíbulas sin destrozar; a soltarlo al tono de mi voz mostrando el sometimiento de tan arduo adiestramiento. Gustaba a Padre salir con ellos a cazar jabalíes, mas hoy irían junto con los hurones a cazar conejo.
Salir con ambos podía llegar a ser complejo sin una correcta coordinación. El podenco quieto, alerta sin moverse hasta recibir la orden; el hurón, sin embargo, era quien se encargaba de entrar en la madriguera, asustando a su presa hasta hacerla salir; momento en el cual deberían entenderse mi astucia con el dominio sobre los animales.
Padre siempre quería que fuera con ellos cuando planeaba la caza del conejo con hurón; decía que manejaba las fieras; ¿quién si no fuera yo?, su cuidador fiel e incansable. Bien le hablaba a Padre para mostrar que tanto él como mis hermanos debían procurar atención a los animales; siendo peligrosa la desobediencia cobrando alguna otra pieza de mayor envergadura.
Fue a los quince cuando Padre me regaló la Escopeta de dos cañones, con culata recta o inglesa. Así es, como la llaman los señoritos cuando salen de monterías. Yo sabía poco, pero pensaba, que ellos hablaban muy fino cuando más fácil era decir: ‘escopeta del doce con cartuchos del cuatro o del cinco’.
Poco me gustaban los días de caza; si bien es cierto, que Madre guisaba un pote de conejo con patatas que resucitaba a un muerto. La única alegría que me proporcionaba un día así, era el caminar entre la espesura del monte, observando, admirando su belleza; rebuscando hierbas aromáticas como el eneldo, extrayendo resina de sabina para que junto con la sosa y la grasa, Madre pudiera hacer jabón. Poco me gustaban a mi los días de caza, después del guiso y entrada en la noche, costumbre era ir con Padre a la Tasca’ Benito’.
El dulce olor a gachas recién hechas por Madre más el fuerte rugido de mi estomago, me transportaron a la realidad; dejé los cubos y aperos con los que estaba trabajando en una esquina del cobertizo; seguido, me dirigí a la casa; cuando abrí la cancela, vi a todos mis hermanos sentados a la mesa devorando el desayuno. Al igual que Madre me senté en un taburete al lado de la chimenea; tomé mi cuenco con gachas.
A cucharadas pequeñas, deleitándome, tomaba el desayuno mientras, exhausto, miraba hacía la mesa donde estaban mis hermanos mayores, con Padre. Todas las mañanas, desde que recuerdo, seguía con la mirada a cada uno de ellos, fijándome en sus manos, sus ojos, sus bocas, sus narices, sus espesas cabelleras negras, sus cuerpos extrañamente descompensados, cuellicortos, paticortos, iguales a Padre; incluso, el más curioso de los parecidos era el de las maneras, todos ellos empuñaban la cuchara con fuerza, incrustándola en el plato, levantándola sin prestancia para dirigirlas con cierta torpeza hacia sus bocas ya anhelantes de la nueva ingesta. Al acabar, eructaban propinando un enérgico puñetazo en la mesa, dando por finalizado el desayuno, comida o cena. Levantaban de la silla, casi a la vez, girando todos sobre la misma pierna, la derecha.
Madre decía que yo me parecía a un tío suyo, el cual a mi, se me antojaba lejano, era el hermano del padre del padre, de su madre; contaba que era un hombre pequeño, flacucho, estiloso en el andar y fino en los modales. A mí, sin embargo, me gustaba fantasear con la posibilidad de no ser hijo de Padre, cuyo significado veraz supondría la deshonra de Madre, mujer de carácter recio que sólo salía de casa para la novena, por lo que el único hombre conocido a parte de Padre, sería Don Flavio, el cura.
Introduje en el cuenco, la que sería la última cucharada de gachas que tomaría en el día de hoy, escuchando la algarabía formada por mis hermanos mientras se vestían para ir de caza. La ropa no difería en exceso de un día normal si no fuera por la anguarina y los borceguíes; que hacían más soportable la espera, una vez emplazados en el puesto. Fueron saliendo del hogar, tomando cada uno su escopeta y su canana, dejando sorda la estancia. No quería hacer enfadar a Padre esperando fuera hasta que yo saliera, bien era conocido por todos los difíciles nervios de Padre. Dejé el cuenco en la pileta, até con cintas de cuero a modo de polainas sobre mis perneras, la piel de oveja curtida por Madre; tomé la casaca, la gorra, la canana, la escopeta y salí de la casa en busca de Padre. Estaba junto a la rehala, sacó tres de los siete perros, mientras, yo buscaba la jaula del hurón. Ya preparados, Facundo, el mayor de mis hermanos, tomó la avanzadilla hacía el monte, Cada uno de nosotros sabía que debía hacer, cual era su sitio sin necesidad de sorteo. Mi tarea era; llevar al hurón próximo a la gazapera; dejarle actuar y esperar. Una vez salía el conejo, daba el tono de aviso a mi perro. Ante su ladrido, eran soltados los perros que estaban con Padre, sitiaban a la presa siendo alcanzada por la escopeta más rápida de cualquiera de mis otros hermanos.
Para buscar la madriguera debían presentarse dos circunstancias:
La primera y por decisión propia, que fuera un sabinar. Era sabido por todos, incluso por Padre, que gustaba colocarme a esperar, que el hurón actuara cerca de un sabinar, ello hacía muchas veces que encontrar la madriguera se volviera una tarea engorrosa, Incluso podía sorprenderme la noche despreciando un día de caza, disgustando a Padre hasta llegar al azote mas su fusta seguía sin ser lo bastante fuerte como para hacerme despreciar mi empeño.
La segunda, consistía en valerme del entrenamiento y destreza del podenco; el cual iba olisqueando las cortezas de los árboles, arbustos y tierras movidas, consiguiendo una fiel imagen de su guarida y gran burla para sus depredadores. Aunque en muchas ocasiones no era fácil encontrar la gazapera, hoy apenas habíamos invertido, según el sol, un par de horas. Era un día de suerte, dejé al hurón en el suelo y me fui alejando de él, aunque siempre sujeto por el cordel. Una vez encontrado lo que sería mi puesto junto a la sabina, até a la pita una campanilla, aseguré la guita con el címbano a una raíz, colocándolo despacio sobre la tierra, de tal modo que ante cualquier movimiento del hurón sonara el cascabel. Después me dejé caer despacio, sentándome, reposando mi espalda sobre el tronco del arbusto. Mi perro fiel, Flacucho, se tumbó a mi lado, apoyando la cabeza sobre mis muslos para poder ser acariciado.
En la quietud que proporciona la espera, escuchando en la lejanía el brío del agua correr por algún arroyuelo cercano, rememoré aquel olor e intentaba recordar aquel día cada vez más lejano para mi memoria, para mis recuerdos.
Recuerdo que Padre me mandó, a casa del Herrero con el percherón a ponerlo herraduras nuevas. De camino al pueblo recorriendo la llanura, cogiendo hierbas aromáticas encargo de Madre, escuché un ruido; un tumulto de voces hablando al mismo tiempo; me quedé asombrado, era poco habitual escuchar nada por esa zona. De inmediato abandoné el trabajo encomendado por Madre, agarré la correa del rocín con fuerza y sin soltarlo salí al camino, persiguiendo el rastro del murmullo; anduve durante mucho rato siguiendo un eco debilitado en la distancia; finalmente sólo se escuchaba el silencio. Decepcionado, conmigo mismo, por haberme entretenido en tal absurdo cometido, añorando lo desconocido, retomé el camino para poder llegar al Herrero a tiempo, evitando la furia de Padre empero era demasiado tarde, me había perdido, dudoso miré hacía ambos lados, iguales, arbolada de pinos, perplejo y sin saber como había llegado a tal situación, resolví dejar al percherón suelto, tendría sed e iría en busca de algún arroyo. Me sabía buen conocedor de la zona, sin embargo, era la primera vez que veía esa arbolada tan espesa, gris, tenebrosa y sombría; cabizbajo caminando detrás del jamelgo pensaba en la reprimenda de Padre.
Inesperadamente y demasiado cercano, escuché el vigoroso galope de caballos, ladeé mi vista buscando, giré sobre mi mismo, abriendo los ojos con asombro; por delante, corriendo una rehala de perros, detrás siguiéndolos velozmente, jinetes bien decorados sobre esplendidos caballos; gritando a los perros, ensordeciendo el lugar. Aturdido por los acontecimientos, me hallé súbitamente desorientado e inundado de un fuerte olor a flores silvestres, permanecí quieto, mudo, sordo, sólo podía oler el frescor del aroma, alcé la vista, viendo un bello corcel negro, cuyo jinete sentado a horcajadas, vestido de negro, de rubia caballera y mirada azabache, despertó en mi a alguien, a quién tardé demasiado en comprender.
El sonido inesperado de la campanilla me despertó algo turbado de mi ensoñación. El hurón había logrado sacar al conejo, marqué a Flacucho quién salió raudo en busca de la presa, ladrando para el aviso del resto de perros colocados junto a Padre. Pocos minutos más tarde se escuchó el sigiloso ruido de la bala acariciando el viento.
El Sabinar siempre olía a flores frescas.
De camino al puesto dónde estaba Padre noté un leve movimiento entre la hojarasca, señalé a Flacucho, quién salió veloz en esa dirección. Lo siguiente fue, correr dando la voz de alarma a Padre. Era un jabalí. Padre soltó enérgico los perros, al menos éstos intentarían sitiarlo a distancia para que alguno de mis hermanos procurase el disparo que acabaría con la vida del puerco, pero ninguno de los canes estaba bien entrenado a la orden de Padre.
No hubiera sido una situación peligrosa, si no fuera por la improvisación del encuentro, si no fuera porque los podencos son sólo perros de busca, si no fuera porque yo salí corriendo asustado mientras mi cerebro recordaba las lecciones de Padre; - ‘llegada una situación tal, debéis permanecer quietos y disparar’-. Jamás supe que distancia era la apropiada para estar quieto delante de este animal el cual te miraba con furia, mientras movía su pata delantera derecha como si quiera hacer un profundo agujero en el, ya tan árido, suelo; cuando lo que está haciendo realmente, es mostrarte cuán fuerte es. Este bicho llegaba hasta el desaire, inclinando el morro hacía arriba ladeándolo, mostrando cual grandes, curvos y puntiagudos son sus colmillos. Yo corría mientras pensaba en la lección, nuevamente, no aprendida de Padre.
Llevaba metros, muchos metros corriendo; sin aliento, sin fuerzas, escuchando en la lejanía a Padre decir: - ¡gira!, ¡esquiva!, ¡tuerce!, ¡no pares!-. Padre no entendía que la bestia que me perseguía, me seguía a corta distancia, los perros mal adiestrados ladrando intentaban acosarle para que se rindiera en su empeño; finalmente divisé a Facundo, valeroso, impasible sujetando la escopeta bien apoyada en el hombro, marcando la pose para un disparo seguro, encañonando; en esos momentos donde todo ocurre excesivamente despacio, observando a Facundo, me di cuenta que debía tirarme al suelo si no quería ser su blanco, escondí la cabeza debajo de mis brazos cerrando los ojos. Instante después sentí un fuerte desplome sobre el espinazo.
El jabalí yacía muerto sobre mi espalda, Facundo lo había matado, su tiro derrotó al animal a tiempo para evitar la embestida, cayendo bruscamente sobre mí. Sentía un dolor terrible, cercano a la rabadilla, apreté los dientes con fuerza tratando de incorporarme, - ¡qué birria de hombre era! -, como decía Padre, seguro que es un rasguño y aquí estoy tirado en el suelo, boca abajo, juntando los dientes para no llorar.
Embebido en mi dolor, no me di cuenta que Facundo estaba a mi lado, hasta que dejé de sentir el peso del jabalí, sobre mí; hasta que no me giró, dejándome boca arriba pudiendo, entonces, mirarle a sus ojos para desarmarme, pudiendo observar su boca, la cual me preguntaba desesperada si estaba bien; entre lágrimas mis ojos le hablaban, le decían que no podía moverme, que me dolía, que no estaba bien, que no me dejara, que me llevara a casa con Madre. Facundo mostraba serenidad, quietud; sus ojos revelaban preocupación, recelo. Desorientado advertí como miraba su mano, cubierta de mi sangre, me desmayé protegido entre sus brazos.
La Bruja
La rutina del vestir era previsible, dormía enfundado en camiseta de algodón regalada por Madre en mi décimo cumpleaños, más calzoncillo de pernera estrecha atado en los jarretes con una veta; añadía con pulcritud el resto de la vestimenta, mimándola, como si fuera nueva: la camisa de algodón, el pantalón de pana, el chaleco sin bolsillos. Sólo Padre y Facundo, mi hermano mayor, tenían uno con tres, dos ciegos (Madre cosía con dulzura cada chaleco de tres bolsillos y trabilla, que regalaba cuando uno de sus hijos cumplía veinte años. Sería la única dote entregada). Acabé enfundando mis pies con los peales, singular prenda de la cual disponíamos dos pares dado que Padre tenía ovejas, y la trama la trabajaba Madre sobre la rueca de caña y huso, obteniendo un hilo basto, con el que punteando, hacía calcetines.
A pocos pasos de la cama donde aún seguían durmiendo mis hermanos estaba Madre. Como cada mañana, limpiaba con esmero el hogar; una vez barridas las ascuas del día anterior colocaba hojarasca procediendo a prender la lumbre mas era en el albor del fuego cuando añadía los troncos de sabina, talados por Padre para nuestro uso. Como cada mañana, pasaba rozando leventemente el hombro de Madre, camino de la puerta; cogiendo, un pedazo pan duro. Al abrir el portillo, una luz cegadora me situó en el 16 de Noviembre año de nuestro Señor de 1930, tiñendo el paisaje de rojo, amarillo y verde.
Dirigí la mirada hacía la rehala y la jaula donde habitaban los hurones. Todo en orden. Arremangué la camisa hasta el codo para poder faenar y entré en la jaula donde estaban los perros. Hermosos podencos andaluces donde la primera camada fue regalo del Primo de Padre. Vivía en la ciudad.
Además de ayudar a Madre en el cuidado del hogar debía: amansar, cuidar, bañar, alimentar a perros y demás animales que configuraban el sustento de nuestra familia. Aun con todo ello, no fue tarea fácil, domesticar a los perros, en la diligencia de la caza. Acostumbré a cada animal a seguir el rastro sobre la hierba, en las ramas, olfatear con detalle sobre la corteza de árboles, introducir el hocico en las pequeñas excavaciones que sin ser gazapareras mostraban presencia de liebre o conejo; a mostrar quietud a mi lado, a sitiar sin desobediencia, a tomar el botín entre sus mandíbulas sin destrozar; a soltarlo al tono de mi voz mostrando el sometimiento de tan arduo adiestramiento. Gustaba a Padre salir con ellos a cazar jabalíes, mas hoy irían junto con los hurones a cazar conejo.
Salir con ambos podía llegar a ser complejo sin una correcta coordinación. El podenco quieto, alerta sin moverse hasta recibir la orden; el hurón, sin embargo, era quien se encargaba de entrar en la madriguera, asustando a su presa hasta hacerla salir; momento en el cual deberían entenderse mi astucia con el dominio sobre los animales.
Padre siempre quería que fuera con ellos cuando planeaba la caza del conejo con hurón; decía que manejaba las fieras; ¿quién si no fuera yo?, su cuidador fiel e incansable. Bien le hablaba a Padre para mostrar que tanto él como mis hermanos debían procurar atención a los animales; siendo peligrosa la desobediencia cobrando alguna otra pieza de mayor envergadura.
Fue a los quince cuando Padre me regaló la Escopeta de dos cañones, con culata recta o inglesa. Así es, como la llaman los señoritos cuando salen de monterías. Yo sabía poco, pero pensaba, que ellos hablaban muy fino cuando más fácil era decir: ‘escopeta del doce con cartuchos del cuatro o del cinco’.
Poco me gustaban los días de caza; si bien es cierto, que Madre guisaba un pote de conejo con patatas que resucitaba a un muerto. La única alegría que me proporcionaba un día así, era el caminar entre la espesura del monte, observando, admirando su belleza; rebuscando hierbas aromáticas como el eneldo, extrayendo resina de sabina para que junto con la sosa y la grasa, Madre pudiera hacer jabón. Poco me gustaban a mi los días de caza, después del guiso y entrada en la noche, costumbre era ir con Padre a la Tasca’ Benito’.
El dulce olor a gachas recién hechas por Madre más el fuerte rugido de mi estomago, me transportaron a la realidad; dejé los cubos y aperos con los que estaba trabajando en una esquina del cobertizo; seguido, me dirigí a la casa; cuando abrí la cancela, vi a todos mis hermanos sentados a la mesa devorando el desayuno. Al igual que Madre me senté en un taburete al lado de la chimenea; tomé mi cuenco con gachas.
A cucharadas pequeñas, deleitándome, tomaba el desayuno mientras, exhausto, miraba hacía la mesa donde estaban mis hermanos mayores, con Padre. Todas las mañanas, desde que recuerdo, seguía con la mirada a cada uno de ellos, fijándome en sus manos, sus ojos, sus bocas, sus narices, sus espesas cabelleras negras, sus cuerpos extrañamente descompensados, cuellicortos, paticortos, iguales a Padre; incluso, el más curioso de los parecidos era el de las maneras, todos ellos empuñaban la cuchara con fuerza, incrustándola en el plato, levantándola sin prestancia para dirigirlas con cierta torpeza hacia sus bocas ya anhelantes de la nueva ingesta. Al acabar, eructaban propinando un enérgico puñetazo en la mesa, dando por finalizado el desayuno, comida o cena. Levantaban de la silla, casi a la vez, girando todos sobre la misma pierna, la derecha.
Madre decía que yo me parecía a un tío suyo, el cual a mi, se me antojaba lejano, era el hermano del padre del padre, de su madre; contaba que era un hombre pequeño, flacucho, estiloso en el andar y fino en los modales. A mí, sin embargo, me gustaba fantasear con la posibilidad de no ser hijo de Padre, cuyo significado veraz supondría la deshonra de Madre, mujer de carácter recio que sólo salía de casa para la novena, por lo que el único hombre conocido a parte de Padre, sería Don Flavio, el cura.
Introduje en el cuenco, la que sería la última cucharada de gachas que tomaría en el día de hoy, escuchando la algarabía formada por mis hermanos mientras se vestían para ir de caza. La ropa no difería en exceso de un día normal si no fuera por la anguarina y los borceguíes; que hacían más soportable la espera, una vez emplazados en el puesto. Fueron saliendo del hogar, tomando cada uno su escopeta y su canana, dejando sorda la estancia. No quería hacer enfadar a Padre esperando fuera hasta que yo saliera, bien era conocido por todos los difíciles nervios de Padre. Dejé el cuenco en la pileta, até con cintas de cuero a modo de polainas sobre mis perneras, la piel de oveja curtida por Madre; tomé la casaca, la gorra, la canana, la escopeta y salí de la casa en busca de Padre. Estaba junto a la rehala, sacó tres de los siete perros, mientras, yo buscaba la jaula del hurón. Ya preparados, Facundo, el mayor de mis hermanos, tomó la avanzadilla hacía el monte, Cada uno de nosotros sabía que debía hacer, cual era su sitio sin necesidad de sorteo. Mi tarea era; llevar al hurón próximo a la gazapera; dejarle actuar y esperar. Una vez salía el conejo, daba el tono de aviso a mi perro. Ante su ladrido, eran soltados los perros que estaban con Padre, sitiaban a la presa siendo alcanzada por la escopeta más rápida de cualquiera de mis otros hermanos.
Para buscar la madriguera debían presentarse dos circunstancias:
La primera y por decisión propia, que fuera un sabinar. Era sabido por todos, incluso por Padre, que gustaba colocarme a esperar, que el hurón actuara cerca de un sabinar, ello hacía muchas veces que encontrar la madriguera se volviera una tarea engorrosa, Incluso podía sorprenderme la noche despreciando un día de caza, disgustando a Padre hasta llegar al azote mas su fusta seguía sin ser lo bastante fuerte como para hacerme despreciar mi empeño.
La segunda, consistía en valerme del entrenamiento y destreza del podenco; el cual iba olisqueando las cortezas de los árboles, arbustos y tierras movidas, consiguiendo una fiel imagen de su guarida y gran burla para sus depredadores. Aunque en muchas ocasiones no era fácil encontrar la gazapera, hoy apenas habíamos invertido, según el sol, un par de horas. Era un día de suerte, dejé al hurón en el suelo y me fui alejando de él, aunque siempre sujeto por el cordel. Una vez encontrado lo que sería mi puesto junto a la sabina, até a la pita una campanilla, aseguré la guita con el címbano a una raíz, colocándolo despacio sobre la tierra, de tal modo que ante cualquier movimiento del hurón sonara el cascabel. Después me dejé caer despacio, sentándome, reposando mi espalda sobre el tronco del arbusto. Mi perro fiel, Flacucho, se tumbó a mi lado, apoyando la cabeza sobre mis muslos para poder ser acariciado.
En la quietud que proporciona la espera, escuchando en la lejanía el brío del agua correr por algún arroyuelo cercano, rememoré aquel olor e intentaba recordar aquel día cada vez más lejano para mi memoria, para mis recuerdos.
Recuerdo que Padre me mandó, a casa del Herrero con el percherón a ponerlo herraduras nuevas. De camino al pueblo recorriendo la llanura, cogiendo hierbas aromáticas encargo de Madre, escuché un ruido; un tumulto de voces hablando al mismo tiempo; me quedé asombrado, era poco habitual escuchar nada por esa zona. De inmediato abandoné el trabajo encomendado por Madre, agarré la correa del rocín con fuerza y sin soltarlo salí al camino, persiguiendo el rastro del murmullo; anduve durante mucho rato siguiendo un eco debilitado en la distancia; finalmente sólo se escuchaba el silencio. Decepcionado, conmigo mismo, por haberme entretenido en tal absurdo cometido, añorando lo desconocido, retomé el camino para poder llegar al Herrero a tiempo, evitando la furia de Padre empero era demasiado tarde, me había perdido, dudoso miré hacía ambos lados, iguales, arbolada de pinos, perplejo y sin saber como había llegado a tal situación, resolví dejar al percherón suelto, tendría sed e iría en busca de algún arroyo. Me sabía buen conocedor de la zona, sin embargo, era la primera vez que veía esa arbolada tan espesa, gris, tenebrosa y sombría; cabizbajo caminando detrás del jamelgo pensaba en la reprimenda de Padre.
Inesperadamente y demasiado cercano, escuché el vigoroso galope de caballos, ladeé mi vista buscando, giré sobre mi mismo, abriendo los ojos con asombro; por delante, corriendo una rehala de perros, detrás siguiéndolos velozmente, jinetes bien decorados sobre esplendidos caballos; gritando a los perros, ensordeciendo el lugar. Aturdido por los acontecimientos, me hallé súbitamente desorientado e inundado de un fuerte olor a flores silvestres, permanecí quieto, mudo, sordo, sólo podía oler el frescor del aroma, alcé la vista, viendo un bello corcel negro, cuyo jinete sentado a horcajadas, vestido de negro, de rubia caballera y mirada azabache, despertó en mi a alguien, a quién tardé demasiado en comprender.
El sonido inesperado de la campanilla me despertó algo turbado de mi ensoñación. El hurón había logrado sacar al conejo, marqué a Flacucho quién salió raudo en busca de la presa, ladrando para el aviso del resto de perros colocados junto a Padre. Pocos minutos más tarde se escuchó el sigiloso ruido de la bala acariciando el viento.
El Sabinar siempre olía a flores frescas.
De camino al puesto dónde estaba Padre noté un leve movimiento entre la hojarasca, señalé a Flacucho, quién salió veloz en esa dirección. Lo siguiente fue, correr dando la voz de alarma a Padre. Era un jabalí. Padre soltó enérgico los perros, al menos éstos intentarían sitiarlo a distancia para que alguno de mis hermanos procurase el disparo que acabaría con la vida del puerco, pero ninguno de los canes estaba bien entrenado a la orden de Padre.
No hubiera sido una situación peligrosa, si no fuera por la improvisación del encuentro, si no fuera porque los podencos son sólo perros de busca, si no fuera porque yo salí corriendo asustado mientras mi cerebro recordaba las lecciones de Padre; - ‘llegada una situación tal, debéis permanecer quietos y disparar’-. Jamás supe que distancia era la apropiada para estar quieto delante de este animal el cual te miraba con furia, mientras movía su pata delantera derecha como si quiera hacer un profundo agujero en el, ya tan árido, suelo; cuando lo que está haciendo realmente, es mostrarte cuán fuerte es. Este bicho llegaba hasta el desaire, inclinando el morro hacía arriba ladeándolo, mostrando cual grandes, curvos y puntiagudos son sus colmillos. Yo corría mientras pensaba en la lección, nuevamente, no aprendida de Padre.
Llevaba metros, muchos metros corriendo; sin aliento, sin fuerzas, escuchando en la lejanía a Padre decir: - ¡gira!, ¡esquiva!, ¡tuerce!, ¡no pares!-. Padre no entendía que la bestia que me perseguía, me seguía a corta distancia, los perros mal adiestrados ladrando intentaban acosarle para que se rindiera en su empeño; finalmente divisé a Facundo, valeroso, impasible sujetando la escopeta bien apoyada en el hombro, marcando la pose para un disparo seguro, encañonando; en esos momentos donde todo ocurre excesivamente despacio, observando a Facundo, me di cuenta que debía tirarme al suelo si no quería ser su blanco, escondí la cabeza debajo de mis brazos cerrando los ojos. Instante después sentí un fuerte desplome sobre el espinazo.
El jabalí yacía muerto sobre mi espalda, Facundo lo había matado, su tiro derrotó al animal a tiempo para evitar la embestida, cayendo bruscamente sobre mí. Sentía un dolor terrible, cercano a la rabadilla, apreté los dientes con fuerza tratando de incorporarme, - ¡qué birria de hombre era! -, como decía Padre, seguro que es un rasguño y aquí estoy tirado en el suelo, boca abajo, juntando los dientes para no llorar.
Embebido en mi dolor, no me di cuenta que Facundo estaba a mi lado, hasta que dejé de sentir el peso del jabalí, sobre mí; hasta que no me giró, dejándome boca arriba pudiendo, entonces, mirarle a sus ojos para desarmarme, pudiendo observar su boca, la cual me preguntaba desesperada si estaba bien; entre lágrimas mis ojos le hablaban, le decían que no podía moverme, que me dolía, que no estaba bien, que no me dejara, que me llevara a casa con Madre. Facundo mostraba serenidad, quietud; sus ojos revelaban preocupación, recelo. Desorientado advertí como miraba su mano, cubierta de mi sangre, me desmayé protegido entre sus brazos.
La Bruja
HECHURAS - Capítulo I - Resumen de una Vida
El pueblo que lo vió nacer se llamaba AltaCuna, vino a formar parte de ‘la familia Piélagos’; apellido sin estirpe, sin rango ni pretensión. Fue el noveno de quince hermanos. Todos varones.
Una desdicha para esa mujer, retorcida por los años, sin nadie con quien compartir las faenas de la casa, sólo con él; a quien acunó con cariño hasta bien entrada la madurez.
Incluso en la austeridad de una casa para cuatro, iluminada a la sombra del hogar, crecieron fuertes, altos y vigorosos; buenos hombres acostumbrados a gachas, algo de caza y vino sin denominación; todos menos él, ligero, pequeño, suave, discreto.
En un paraje sin colores, en lo alto de la colina, vivía Tonino
La Bruja
Una desdicha para esa mujer, retorcida por los años, sin nadie con quien compartir las faenas de la casa, sólo con él; a quien acunó con cariño hasta bien entrada la madurez.
Incluso en la austeridad de una casa para cuatro, iluminada a la sombra del hogar, crecieron fuertes, altos y vigorosos; buenos hombres acostumbrados a gachas, algo de caza y vino sin denominación; todos menos él, ligero, pequeño, suave, discreto.
En un paraje sin colores, en lo alto de la colina, vivía Tonino
La Bruja
martes, 23 de septiembre de 2008
LIBERTAD
- ¿Fecha? – me pregunto.
- ¿Para qué? – me contesto.
- ¡Ya da igual! – Exclamo sorda.
Querido tú,
Soy cobarde.
Muchos años después, sentada frente a mi tocador dibujando sobre mi rostro marchito, una leve sonrisa, mientras acicalo mi melena cubierta de un gris seda, entiendo.
Sólo hoy, cuando recuerdo aquella noche…., - ¿Te acuerdas, tú? -
- ¡Tomasa! – me llamabas.
- ¿Qué? – te contestaba.
En la apacible noche, a luz de luna, escuchando una tenue y dulce melodía.
- ¡Tomasaaaaa! – me increpabas.
- ¿Qué? – reaccionaba.
Conducida por la armoniosa musicalidad, despertando todos mis sentidos.
- ¡Tomasa! – repetías.
- ¿Pero qué? – ensalzaba.
Abrigando esperanzas de una dulce compañía.
- ¡Tomasa! – insistías.
- ¿Dime amor? – me rendía.
Enturbiada de locura, desvistiendo mi corazón.
- ¡Nena! – sugerías.
- ¿si? – rota.
Caminando despacio hasta la alcoba.
-¡Qué guapa! – me aclamabas.
Yacías desnudo en la cama, mientras percibías la dulce sonoridad de un músico de jazz.
- ¡Ven, dame calor! – me implorabas con susurra voz.
Soñaba con el placer que otorga la locura de quién no amando quiere amar.
De quién sueña con días de pasión y ternura.
De quién hace, de sus sueños, una forma de vida.
- Te quiero - rápidamente decías.
Embriagada por la música dejaba que tus besos despertarán mi sexo sin oponer resistencia.
- Siempre te he querido - repetías.
Quien sueña con lo que nunca debió ocurrir.
- ¡Eres mía! – me sacudías.
Mi locura, hacía que frenase, la vuelta a la realidad
- ¡Tomasa!
- ¿Qué?
Donde los celos no son armas del corazón, sino espadas de la sin razón.
- ¡Tomasa!
- ¡ay! – solo pude aclamar a ritmo de jazz.
Donde todo se rompió. Sólo hoy, soy capaz de comprender aquello que nunca quise ver.
No dejé de ser yo, el día que me propinaste mi primer regalo ensangrentado. Malogré mi propia esencia mucho antes. Me olvidé de mí en tu primer grito ahogado por un mundo que no te comprende…., en tu primera obsesión….., en tu primera burla….,en tu primer insulto…., en tu primer egoísmo…., en tu primera incomprensión…., en tu primer reclamo de ser sólo tú.
Ese día dejé de existir.
No era suficiente mi dulzura, mis sonrisas, mis desvelos, mis caricias, mi olvido de mí. No eran suficientes. Querías más, querías todo, no entendías, gustabas de juegos...anhelabas ahogarme un poco más, atarme en mi prisión de cristal, donde sólo tú fueras, dónde sólo tú abrieras la puerta.
Enviciada por una situación donde apenas reconocía que estaba bien, que debía ser, reclamando un: ¿Por qué?
Corrompida por mí, asqueada de mi, incauta niña deseosa de amor, ingenua reina de su ya marchito corazón. Solo hoy entiendo que me aparté yo…., que permití yo…., que accedí yo…, que consentí yo…
No prestaba oídos a nadie que no fueras tú, ¡como tu decías!, como tú me insistías, los demás sólo romperían nuestro amor -¡eso me decías!, ellos no entendían - ¡eso me decías! mientras alzabas tu mano bajándola veloz sobre una mejilla que ya no sentía.
Apenas, hoy siento miedo, sabiendo que tu jaula real deja de ser, que vuelves a unos brazos que nunca amastes, a una casa que nunca fue tu hogar, apenas hoy, se que es verdad.
Incrédula camino hacía el baño...arrastrando aquella pierna, -¡ya no quiero el bastón!, -¿te acuerdas, tú?
- ¿Para qué? – me contesto.
- ¡Ya da igual! – Exclamo sorda.
Querido tú,
Soy cobarde.
Muchos años después, sentada frente a mi tocador dibujando sobre mi rostro marchito, una leve sonrisa, mientras acicalo mi melena cubierta de un gris seda, entiendo.
Sólo hoy, cuando recuerdo aquella noche…., - ¿Te acuerdas, tú? -
- ¡Tomasa! – me llamabas.
- ¿Qué? – te contestaba.
En la apacible noche, a luz de luna, escuchando una tenue y dulce melodía.
- ¡Tomasaaaaa! – me increpabas.
- ¿Qué? – reaccionaba.
Conducida por la armoniosa musicalidad, despertando todos mis sentidos.
- ¡Tomasa! – repetías.
- ¿Pero qué? – ensalzaba.
Abrigando esperanzas de una dulce compañía.
- ¡Tomasa! – insistías.
- ¿Dime amor? – me rendía.
Enturbiada de locura, desvistiendo mi corazón.
- ¡Nena! – sugerías.
- ¿si? – rota.
Caminando despacio hasta la alcoba.
-¡Qué guapa! – me aclamabas.
Yacías desnudo en la cama, mientras percibías la dulce sonoridad de un músico de jazz.
- ¡Ven, dame calor! – me implorabas con susurra voz.
Soñaba con el placer que otorga la locura de quién no amando quiere amar.
De quién sueña con días de pasión y ternura.
De quién hace, de sus sueños, una forma de vida.
- Te quiero - rápidamente decías.
Embriagada por la música dejaba que tus besos despertarán mi sexo sin oponer resistencia.
- Siempre te he querido - repetías.
Quien sueña con lo que nunca debió ocurrir.
- ¡Eres mía! – me sacudías.
Mi locura, hacía que frenase, la vuelta a la realidad
- ¡Tomasa!
- ¿Qué?
Donde los celos no son armas del corazón, sino espadas de la sin razón.
- ¡Tomasa!
- ¡ay! – solo pude aclamar a ritmo de jazz.
Donde todo se rompió. Sólo hoy, soy capaz de comprender aquello que nunca quise ver.
No dejé de ser yo, el día que me propinaste mi primer regalo ensangrentado. Malogré mi propia esencia mucho antes. Me olvidé de mí en tu primer grito ahogado por un mundo que no te comprende…., en tu primera obsesión….., en tu primera burla….,en tu primer insulto…., en tu primer egoísmo…., en tu primera incomprensión…., en tu primer reclamo de ser sólo tú.
Ese día dejé de existir.
No era suficiente mi dulzura, mis sonrisas, mis desvelos, mis caricias, mi olvido de mí. No eran suficientes. Querías más, querías todo, no entendías, gustabas de juegos...anhelabas ahogarme un poco más, atarme en mi prisión de cristal, donde sólo tú fueras, dónde sólo tú abrieras la puerta.
Enviciada por una situación donde apenas reconocía que estaba bien, que debía ser, reclamando un: ¿Por qué?
Corrompida por mí, asqueada de mi, incauta niña deseosa de amor, ingenua reina de su ya marchito corazón. Solo hoy entiendo que me aparté yo…., que permití yo…., que accedí yo…, que consentí yo…
No prestaba oídos a nadie que no fueras tú, ¡como tu decías!, como tú me insistías, los demás sólo romperían nuestro amor -¡eso me decías!, ellos no entendían - ¡eso me decías! mientras alzabas tu mano bajándola veloz sobre una mejilla que ya no sentía.
Apenas, hoy siento miedo, sabiendo que tu jaula real deja de ser, que vuelves a unos brazos que nunca amastes, a una casa que nunca fue tu hogar, apenas hoy, se que es verdad.
Incrédula camino hacía el baño...arrastrando aquella pierna, -¡ya no quiero el bastón!, -¿te acuerdas, tú?
- ¡Tomasa! – me increpabas – ¡llevo tiempo pidiéndote que quiero ir contigo! -
Contando la calderilla que iría al cepillo.
- No me apetece – supliqué a mediana voz.
Con la mirada clavada en el espejo, tratando de ocultar para mis ojos, lo que otros ven.
- ¡Te lo estoy pidiendo, Tomasa!, ¡no me hagas!...- sin dulzor expresaba.
- ¡no quiero! – exclamé
Consciente de provocar su furia, renaciendo dentro en un intento desesperado alguién que mucho tiempo atrás murió.
- ¡Ya no te lo pido!, ¡te ordeno!, ¡te exijo! – bramó encolerizado.
- ¡No quiero! – moviéndose mis labios sin emitir sonido.
No hubo más, alzó la mano, como tantas otras veces, regalando la caricia de la ira, haciéndome girar la cara, por la fuerza del amor. Agarró mi brazo..., tiró de mí..., arrastrándome.., haciéndome recorrer cada peldaño, con la barbilla. -¿Te acuerdas, tú? -
- ¡me has provocado, Tomasa! – decía a la vez que disminuía su cólera – ¡sabes que yo no quería!
Arrinconada al lado de la puerta, con la pierna retorcida, sin sentir, me levantó.., me vistió.., me me peinó.., me maquilló..., y.. me calzó...esos zapatos de charol, los de punta fina.
- ¡Así!-, -¡así!-, -¡estas más guapa!, cariño – dijó susurrante mientras prendía un beso sobre mis labios resecos.
Querías presentarme al Señor, -¡eso decías!-, -¿para qué? - pensaba yo, cuando aún pensaba. No quería, pero tú insistías, era importante - ¡eso me decías! -. Fuí avergonzada, morada. Fuí, a la matinal, cosida de tu brazo, no podía caminar; -¿te acuerdas, tú?
Miro atenta los grifos, alargando una mano mientras observo mi brazo apenas reconocido, donde hoy sólo hay costuras remarcardas por los puntos, como sí de un acto involuntario se tratara giro el grifo del agua caliente, taponando la bañera, dejando el agua correr.
Me amabas -¡eso me decías!, ¿sería?, nadie más venía, nadie más me alejaba, nadie me ayudaba, nadie me escondía, sólo tú me arrastrabas.
Antes de ser tú, cuando alguien más me amaba, me susurraban quien eras tú. Enunciaban quién era yo, exponían con el detalle de un catedrático que una mujer…, con mi formación…, con mi educación…, enseñanza…, instrucción… ¡y qué! –exclamo ahora a viva voz. - ¡Para que él se hiciera un tú!, ¿tenía,yo, que ser vulgar?…, ¿analfabeta?…, ¿ignorante?…, ¿palurda?….. Ahora ya da igual.
Despacio, ayudada por mis brazos levanto la pierna que ya no existe para despacio introducirla en la bañera; me apoyo, intentando no caer, caigo procurándome un terrible golpe. Ya no duele.
Decían aquéllos cuando aun me amaban que debía ser yo…, gritar yo…, salir yo…, denunciar yo. Sólo que no sabía. Pero saber tampoco importa, era yo quien necesitaba ser alejada, no que me alejarán al tú. Apenas si me hubieran dado otra identidad, otro pelo…, otro rostro…, pan y agua en otro lugar..., otra casa….No era el tú quien quería irse, sino yo; huir…, correr…, alejarme..., no existir…, no recordad…, no poseer. No quería nada que me recordará al tú. Ya da lo mismo, marcharon al tú para hacerlo volver. Ha cumplido para con lo demás, no para mí. Ya da igual.
Sólo vosotras, las palabras…, las letras…, las vocales…, las consonantes…, me habéis entendido, sólo vosotras me habéis ayudado, sólo vosotras formáis el testamento de mi existencia.
Sin aliento, en un atormentando intento de abrir los ojos, veo el agua teñirse de rojo, entonces te escribo:
- ¡Adiós tú!-.
Soy cobarde. Hoy, ya no.
Una mujer que jamás te amó.
Unos hijos que jamás tuvimos.
"La Bruja"
sábado, 20 de septiembre de 2008
Copla del Arte Jondo
Tomasa reía, cantaba, soñaba
Se contaba en la corrala que había conocío a un galán, un señorito bien refinao, de esos de guante blanco, capa y chistera.
Amanecía tarde, cuando los hombres ya habían salio a faenar, se sabía por el rico olor a café que inundaba el patio, cuando de mañana sólo humeaba el olor de la achicoria.
¡Debía ser algún regalo del señorito!
¡Qué buena compañía llevaba Tomasa!
Dicen, porque yo nunca lo vi, que venía en carruaje a buscarla.
¡Qué elegante vestía!, la imaginaba sentá en el tocador cuando caía la tarde, perfilando sus ojos de gata, acariciando con rojo carmín sus labios, todo ello sin quitar el previo paso de los polvos con olor a rosa recién cortá.
Verla salir era un deleite para los sentíos, con su pelo bien recogio, con su onda bien marcá y la mantilla abrigando sus hombros desnúo. No había hombre en la corrala que no faltara de echar un piropo, ni mujer que muriera de celos sólo con verla ondear su cuerpo al ritmo de Machín.
Tomasa, reía, cantaba, soñaba.
¡Qué dulzura de mujer!, un torbellino de alegría, siempre bien dispuesta, si salía al mercao no dejaba vecino sin preguntar, si alguien lloraba acudía con un plato de migas bien acompañá.
¡Ese señorito que enamorá la traía!
Pensaya yo, si fuera ella, ¿Quién no querría bañarse en rubíes?, ¿Salir de una vida desprovista de alegrías?, y no vivir con poco más que un fardo de harina, tres gallinas y sin suerte donde echar las semillas. ¿Qué mujer no anhelaba verse engalaná y no con falda de algodón remendá hasta la sasiedad?.
Decía las comadres que no era de fia, calla a la sombra de Tomasa cuando la oía caminá.
Tendía los refajos no sin avivar la especulación, con la mirada penetrante de todas aquéllas que debatían si eran de seda o de algodón.
¡Ay!, ¡Tomasa!, poco atenga a los rumores soñaba con una vida fuera de la casa donde la habían visto nacer. Soñaba con salir cogía del brazo de su galán. Soñaba con vivir de día.
Pasaban los años. Tomasa ya no soñaba.
Amanecia tarde, se sabía por el eco de su llanto desgarrao.
¡Debía ser regalo del señorito!.
Un señorito bien refinao; de esos con promesa de deshonra.
Dicen, porque yo nunca le ví, que venía en carruaje a buscarla.
La imaginaba sentá en el tocador, cuando caía la tarde, maquillando sin prestancia la arruga cándida, utilizando sin pavor los polvos con olor a rosa marchita, pintando con atrevimiento los labios del desamor, subrayando la línea de un ojo debilitado en la soledad de los sueños.
Salía en la oscuridad, con su pelo bien recogío, con su onda bien marcá y la mantilla abrigando sus hombros desnúo. No había hombre en la corrala que no faltara de insultar, ni mujer que no se regocijara en la juventud muerta.
Tomasa ya no reía.
Ella lloraba, nadie acudía, se hablaba en la vencidad que era el pago de una vida de pecao bien consentido por la soberbia de quien cree en la divinidad del rostro.
¡Ese señorito que mala vida le traía!
Pensaba yo, si fuera ella; qué poco mal hace vivir con un fardo de harina, tres gallinas y sin suerte donde echar las semillas más falda de algodón remendá hasta la sasiedad.
Tomasa ya no cantaba.
Tendía sus refajos a la sombra de la verguenza que otorga una vida de amor sin correspondencia. No era satén o seda lo que ella quería, ni bisutería fino sino salir cogía del brazo de su galán. Vivir de día.
La Bruja.
Se contaba en la corrala que había conocío a un galán, un señorito bien refinao, de esos de guante blanco, capa y chistera.
Amanecía tarde, cuando los hombres ya habían salio a faenar, se sabía por el rico olor a café que inundaba el patio, cuando de mañana sólo humeaba el olor de la achicoria.
¡Debía ser algún regalo del señorito!
¡Qué buena compañía llevaba Tomasa!
Dicen, porque yo nunca lo vi, que venía en carruaje a buscarla.
¡Qué elegante vestía!, la imaginaba sentá en el tocador cuando caía la tarde, perfilando sus ojos de gata, acariciando con rojo carmín sus labios, todo ello sin quitar el previo paso de los polvos con olor a rosa recién cortá.
Verla salir era un deleite para los sentíos, con su pelo bien recogio, con su onda bien marcá y la mantilla abrigando sus hombros desnúo. No había hombre en la corrala que no faltara de echar un piropo, ni mujer que muriera de celos sólo con verla ondear su cuerpo al ritmo de Machín.
Tomasa, reía, cantaba, soñaba.
¡Qué dulzura de mujer!, un torbellino de alegría, siempre bien dispuesta, si salía al mercao no dejaba vecino sin preguntar, si alguien lloraba acudía con un plato de migas bien acompañá.
¡Ese señorito que enamorá la traía!
Pensaya yo, si fuera ella, ¿Quién no querría bañarse en rubíes?, ¿Salir de una vida desprovista de alegrías?, y no vivir con poco más que un fardo de harina, tres gallinas y sin suerte donde echar las semillas. ¿Qué mujer no anhelaba verse engalaná y no con falda de algodón remendá hasta la sasiedad?.
Decía las comadres que no era de fia, calla a la sombra de Tomasa cuando la oía caminá.
Tendía los refajos no sin avivar la especulación, con la mirada penetrante de todas aquéllas que debatían si eran de seda o de algodón.
¡Ay!, ¡Tomasa!, poco atenga a los rumores soñaba con una vida fuera de la casa donde la habían visto nacer. Soñaba con salir cogía del brazo de su galán. Soñaba con vivir de día.
Pasaban los años. Tomasa ya no soñaba.
Amanecia tarde, se sabía por el eco de su llanto desgarrao.
¡Debía ser regalo del señorito!.
Un señorito bien refinao; de esos con promesa de deshonra.
Dicen, porque yo nunca le ví, que venía en carruaje a buscarla.
La imaginaba sentá en el tocador, cuando caía la tarde, maquillando sin prestancia la arruga cándida, utilizando sin pavor los polvos con olor a rosa marchita, pintando con atrevimiento los labios del desamor, subrayando la línea de un ojo debilitado en la soledad de los sueños.
Salía en la oscuridad, con su pelo bien recogío, con su onda bien marcá y la mantilla abrigando sus hombros desnúo. No había hombre en la corrala que no faltara de insultar, ni mujer que no se regocijara en la juventud muerta.
Tomasa ya no reía.
Ella lloraba, nadie acudía, se hablaba en la vencidad que era el pago de una vida de pecao bien consentido por la soberbia de quien cree en la divinidad del rostro.
¡Ese señorito que mala vida le traía!
Pensaba yo, si fuera ella; qué poco mal hace vivir con un fardo de harina, tres gallinas y sin suerte donde echar las semillas más falda de algodón remendá hasta la sasiedad.
Tomasa ya no cantaba.
Tendía sus refajos a la sombra de la verguenza que otorga una vida de amor sin correspondencia. No era satén o seda lo que ella quería, ni bisutería fino sino salir cogía del brazo de su galán. Vivir de día.
La Bruja.
viernes, 19 de septiembre de 2008
DOS CLOUDS EN LA CIUDAD
Bajo la penumbra de un cielo gris,
Ajado por el odio de un pueblo vil,
Dos clounds pasean el amor en su nariz.
Ante un sol que comienza a helar ,
Ven como el iris empieza a mudar,
Los colores de la enterna certeza,
Tintes de una sincera franqueza.
Contra una luna aviesa y siniestra,
Mientras el mundo de crueles maneras
Tristes y marchitas sus almas pasean,
Sus sombras entre risas y llantos reflejan.
Aunque mustia descansa la esperanza,
Desean dulcemente injertarla,
bajo azada de ilusion,
manos alzadasy nunca jamas ser podada.
Dos clounds acunan el amor en su nariz.
El Barbas
Ajado por el odio de un pueblo vil,
Dos clounds pasean el amor en su nariz.
Ante un sol que comienza a helar ,
Ven como el iris empieza a mudar,
Los colores de la enterna certeza,
Tintes de una sincera franqueza.
Contra una luna aviesa y siniestra,
Mientras el mundo de crueles maneras
Tristes y marchitas sus almas pasean,
Sus sombras entre risas y llantos reflejan.
Aunque mustia descansa la esperanza,
Desean dulcemente injertarla,
bajo azada de ilusion,
manos alzadasy nunca jamas ser podada.
Dos clounds acunan el amor en su nariz.
El Barbas
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